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Clifford D. Simak - Edocr

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Jenkins sacudió la cabeza. No se puede creer a nadie en estos<br />

días. Los robots parecían<br />

tan honestos. Eran amables, venían a visitarnos de vez en cuando,<br />

y nos prestaban<br />

ayuda. Eran verdaderos vecinos, pero nunca se puede estar<br />

seguro. Y ahora están<br />

fabricando máquinas.<br />

Los mutantes nunca molestaron a nadie, apenas se los ve. Pero<br />

también hay que<br />

vigilarlos. No se sabe qué diablura pueden preparar. Recuérdese lo<br />

que le hicieron al<br />

hombre. Esa trampa del juwainismo, que apareció para destruir la<br />

raza.<br />

Los hombres. Eran dioses para nosotros, y se han ido. Nos dejaron<br />

librados a nuestros<br />

propios medios. Quedan unos pocos en Ginebra, es cierto, pero no<br />

es posible pedirles<br />

nada, no les interesamos.<br />

Jenkins, envuelto en la luz de la tarde, pensó en los whiskys que<br />

había servido, en los<br />

vagabundos que había echado, en los días en que los Webster<br />

vivían y morían entre<br />

aquellos muros.<br />

Y ahora... padre confesor de los perros. Diablillos diligentes y<br />

traviesos... que hacían lo<br />

que podían.<br />

Una campanilla sonó débilmente. Jenkins se sentó muy quieto.<br />

Volvió a oírse el mismo<br />

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