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Clifford D. Simak - Edocr

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Webster rió brevemente.<br />

—No. Son las verrugas.<br />

Se las mostró al perro.<br />

—¡Zas! ¡Verrugas! —le dijo Ebenezer—. No las quiere, ¿no es<br />

cierto?<br />

—No —Webster titubeó—. No. Creo que no. Nunca me decidí a<br />

quitármelas.<br />

Ebenezer pasó el hocico por el dorso de la mano de Webster.<br />

—Ya está —anunció triunfalmente.<br />

—¿Ya está qué?<br />

—Mire las verrugas —invitó Ebenezer.<br />

135<br />

Un leño cayó en el fuego y Webster alzó la mano mirándosela a la<br />

luz.<br />

Las verrugas habían desaparecido. La piel era lisa y suave.<br />

Jenkins, de pie en la oscuridad, escuchaba el silencio, el suave y<br />

adormilado silencio que<br />

abandonaba la casa a las sombras, las pisadas olvidadas, las<br />

frases pronunciadas hacía<br />

ya mucho tiempo, las lenguas que murmuraban en las paredes y<br />

susurraban en las<br />

cortinas.<br />

Con sólo quererlo, la noche hubiese sido semejante al día. Habría<br />

bastado con ajustar los<br />

lentes, pero el viejo robot no alteró sus ojos. Lo prefería así. Ésta<br />

era la hora de la<br />

meditación, del tiempo atesorado, cuando el presente se<br />

desvanecía y el pasado volvía a<br />

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