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Clifford D. Simak - Edocr

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Sopló sobre ella, pero el polvo no se movió. Estaba allí desde hacía<br />

demasiados años.<br />

Mientras hacía las maletas, el cuarto discutía con él, le hablaba en<br />

ese lenguaje mudo<br />

que las cosas inanimadas, pero familiares, suelen emplear con el<br />

hombre.<br />

—No puedes irte —decía el cuarto—. No puedes irte y dejarme.<br />

Y Webster replicaba, en parte rogando, en parte explicando:<br />

—Tengo que irme. ¿No entiendes? Es un amigo, un viejo amigo.<br />

Volveré.<br />

Hechas ya las maletas, Webster volvió al estudio y se dejó caer en<br />

una silla.<br />

47<br />

Tenía que irse, y sin embargo, no podía irse. Pero cuando llegase la<br />

hora, sabía que<br />

saldría de la casa y se encaminaría a la nave.<br />

Trató de acuñar en su mente este pensamiento, trató de fijarlo en<br />

una norma rígida, trató<br />

de olvidarlo todo excepto la idea de su viaje.<br />

Las cosas del cuarto se le metieron en la mente, como si<br />

conspiraran, también ellas, para<br />

que se quedase. Cosas que Webster veía casi por primera vez.<br />

Cosas viejas, recordadas,<br />

que de pronto eran nuevas. El cronómetro donde se leían,<br />

simultáneamente, las horas<br />

marcianas y las terrestres, los días del mes, las fases de la luna. El<br />

retrato de su mujer<br />

muerta, sobre el escritorio. El trofeo que había ganado en la escuela<br />

preparatoria. El<br />

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