hacer desviar los pensamientos de vuestro auditorio, de la dirección en la cual han corrido porseis días, y darles un carácter a propósito para el domingo. Debéis tener fuerza suficiente envuestro discurso y en su asunto, para levantar a los oyentes desde la tierra a la cual propendanpor naturaleza, y elevarlos más cerca del cielo.Muchas veces el local y su atmósfera impiden que el auditorio preste su atención. Por ejemplo, siel aire libre no puede entrar en el salón, si están cerradas todas las ventanas, los oyentesrespirarán con mucha dificultad y no podrán pensar en otra cosa. Cuando la gente haya aspiradorepetidas veces el aire exhalado de los pulmones de otras personas, toda la maquinaria de su serse trastornará, y será probable que de ahí resulte una fuerte jaqueca más bien que un corazóncontrito. La mejor cosa como auxilio del predicador, después de la gracia de Dios, es el oxígenoen abundancia. Rogad que os sean abiertas las ventanas del cielo, pero empezar por abrir las devuestros templos. Si examináis a muchos de los del campo y a algunos de los de la ciudad, veréisque las ventanas no se pueden abrir. El estilo moderno y bárbaro de edificar casas, no nosproporciona más ventilación de la que se encontraría en un calabozo oriental construido por untirano con el objeto de matar a su víctima poco a poco. ¿Qué pensaríamos de una casa cuyasventanas no pudiesen abrirse? ¿Quisiera alguno de vosotros arrendarla? Y sin embargo, laarquitectura gótica y un orgullo necio, hacen a muchos cambiar la ventana corrediza tan saludable,por agujeritos en el cielo raso, o por una cosa muy parecida a las trampas de aves, puestaen las vidrieras, y de esta manera se hacen algunos locales menos cómodos que lo era el horno deNabucodono-sor para Sadrach, Mesach y Abed-nego. Si todas las capillas de esta claseestuvieran aseguradas en su justo valor, no podría yo rogar porque se preservaran del incendio. Yaun cuando se puedan abrir las ventanas, sucederá con frecuencia que se tendrán cerradas por unmes seguido y no se cambiará el aire impuro desde un domingo al siguiente. No se deberíasoportar esto. Yo sé muy bien que hay personas que no notan tales cosas, y he oído decir tambiénque no se matan los zorros por la fetidez de sus madrigueras; pero yo no soy zorro, y unaatmósfera fétida me pone torpe y produce el <strong>mis</strong>mo efecto en <strong>mis</strong> oyentes. Un soplo de vientoque pasara por el salón, bien podría ser para la gente reunida la mejor cosa concebible despuésdel Evangelio <strong>mis</strong>mo; por lo menos, tendería a ponerle en buen estado para atender al discurso.Tened cuidado en ventilar los templos muy bien entre semana. En mi capilla anterior, la de lacalle del Parque, manifesté muchas veces a los diáconos mi opinión de que sería mejor quitar lasvidrieras superiores del bastidor de hierro, puesto que no era posible abrir las ventanas. Repetí laobservación varias veces, pero infructuosamente. Después de algún tiempo, sucedióprovidencialmente un lunes, que alguien quitó la mayor parte de aquellas vidrieras de unamanera muy diestra, casi como si un vidriero lo hubiera hecho. Hubo bastante sorpresa y muchasconjeturas respecto de quien pudiera haber cometido tal crimen, y yo propuse que se ofreciera unpremio de $25 por el descubrimiento del culpable, el cual al ser encontrado recibiría la cantidadcomo regalo. No se dio el premio, y por tanto nunca me he visto obligado a dar informes contraél. Espero que ninguno de vosotros tendrá sospechas de mi, porque en tal caso tendría yo queconfesar que he andado muchas veces con el bastón que dio entrada al oxígeno en aquella capillaen que uno se sofocaba.Muchas veces sucede que las costumbres de nuestros oyentes les impiden prestar una atenciónfija; es decir, no han formado nunca el hábito de atender: asisten al culto, pero no prestan suatención al predicador. Acostumbran voltear a ver a todos los que entran en el templo, y bien sesabe que siempre están entrando algunos que por lo general molestan a los demás con el100
echinido de sus botas, y con el ruido que hacen al abrir y cerrar las puertas. Una vez tuve quepredicar a una congregación cuyos miembros habían adquirido la costumbre de mirar atrás confrecuencia, y me valí para evitarlo de este medio. Les dije: "Ahora, amigos míos, puesto que osinteresa tanto saber quiénes entran en el templo, y a mí me molesta tanto veros voltear así a cadarato, si estáis de acuerdo, voy a describir a cada uno de los que entren, para que de ese modopodáis seguir sentados con los ojos fijos en mí, y así conservaremos por lo menos, la aparienciade un comportamiento decente." Sucedió que un hombre, muy amigo mío, entró pocosmomentos después, y pudiéndolo hacer sin ofenderle, lo describí como "un señor muyrespetable, el cual acababa de descubrirse," etc., etc. Bastó sólo aquella tentativa, y no tuve queseguir describiendo a los que entraron, porque los oyentes se manifestaron escandalizados engran manera de lo que hice; y yo les dije que por mi parte me había sorprendido de que ellos mehubieran puesto en la necesidad de mostrar así lo absurdo de su conducta. Les quité, por algúntiempo, valiéndome de este ardid, y espero que para siempre, esa costumbre tan molesta, y quedópor ello muy agradecido el pastor.Bien, supongamos que está arreglado todo esto. Se ha quitado el aire impuro, y se han corregidolos malos hábitos de la gente: ¿qué nos resta que hacer? Para ganaros la atención de vuestroauditorio, es preciso que digáis algo digno de oírse. Esta es la primera regla de valía. Casi todoslos hombres tienen un instinto que les incita a tener gusto en oír una cosa interesante. Tienen,también, otro instinto que debéis tener presente, a saber el que les impide que vean la utilidad deatender a palabras vacías. No es una crítica severa el decir que hay ministros cuyas palabras sonmuchas, y cuyos pensamientos son pocos. En efecto, sus palabras ocultan sus pensamientos, si esque los tienen. Emiten montones de hollejo, y tal vez haya un grano o dos de cebada mezcladoscon él, pero sería muy difícil encontrarlos. Ningún auditorio atenderá por mucho tiempo a palabras,palabras, palabras y nada más. Por lo que yo sé, no hay ningún mandamiento que diga"No harás uso de muchas palabras," pero sí se comprende esto en aquel que dice: "No hurtarás,"puesto que sería un fraude dar a vuestros oyentes palabras en vez de alimentos espirituales. Sepuede decir, tratándose aun del mejor predicador, que "en la muchedumbre de palabras no faltaráel pecado." Dad a vuestros oyentes algo que puedan guardar y retener en la memoria, algo quepueda servirles: los mejores pensamientos de mejor procedencia, doctrinas sólidas de la palabrade Dios. Dadles maná nuevamente descendido del cielo; no les deis las <strong>mis</strong>mas verdadesrepetidas veces en las <strong>mis</strong>mas palabras hasta que se fastidien de ellas. Esto se parecería a lascostumbres que prevalecen en las casas de corrección, de cortar el pan en pedazos del <strong>mis</strong>motamaño siempre. Dadles algo notable, algo que valiera la pena de que un hombre se levantara amedia noche para oírlo, y de que anduviera 50 millas con ese objeto. Si sois capaces de haceresto, hacedlo, hermanos, hacedlo siempre, y tendréis la atención más fiel y fija de vuestrosoyentes.Que sean bien ordenados los pensamientos que deis a vuestro auditorio. Mucho depende de esto.Es fácil amontonar sin orden un gran número de cosas buenas. Desde una vez en que fui enviadocon una canasta a la tienda, a comprar una libra de té, cuatro onzas de mostaza y tres libras dearroz, y en mi regreso a la casa, vi una jauría de caza y me pareció necesario seguirlos por lossetos v los fosos, (mi diversión favorita cuando yo era niño) y encontré al llegar a la casa, quetodos los efectos comprados se habían revuelto, el té, la mostaza y el arroz, en desordencompleto. Desde esta vez, digo, he entendido muy bien la necesidad de empacar <strong>mis</strong> asuntos enfardos muy fuertes, y de amarrarlos bien con el hilo de mi discurso; y esto me hace retener la101
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conocer lleno de sentimiento, dejan
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