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Discursos a mis estudiantes - David Cox

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que debemos huir a todo trance. Estamos expuestos a correr grandes riesgos si nos disimulamosciertas cosas tenidas como pequeñas. Debemos ser nimiamente escrupulosos en obrar, en todonormándonos a la regla de "no inferir la menor ofensa en nada, a fin de que el ministerio no seanunca censurado."HASTA AQUÍ HE CORREGIDOEntiéndase, sin embargo, que no queremos decir por esto que estemos obligados asujetarnos a cualquiera moda o capricho de la sociedad en que vivimos. Por regla general, medisgustan las modas de sociedad y detesto el convencionalismo, y si me pareciera mejor pasarpor sobre una ley impuesta por una vana etiqueta, no tendría escrúpulo en hacerlo. No, somoshombres libres y no esclavos, y no tenemos necesidad de postergar nuestra libertad varonil paraconvertirnos en lacayos de los que afectan donosura o blasonan de elegancia. A lo que mecontraigo, hermanos, es a que debemos huir como de una víbora, de todo lo que muestre falta debuena crianza o grosería, por ser esto cosa que se acerca mucho al pecado. Las reglas deChesterfield nos parecen ridículas, pero no así el ejemplo de Cristo; y el Salvador nunca fuegrosero, bajo, descortés o mal educado.Aun en vuestras recreaciones, no echéis en olvido que sois ministros. Aun cuando estéis fuera dela acción sois, sin embargo, oficiales en el ejército de Cristo, y debéis conduciros como tales. Ysi respecto de las cosas pequeñas es preciso que seáis tan cuidadosos, ¡cuánto no tendréis queserlo tratándose de los grandes asuntos de moralidad, honestidad e integridad! En esto el ministrono debe nunca faltar. Su vida privada tiene que estar siempre en armonía con la santidad de suministerio, o éste llegará pronto para él a su ocaso y mientras más en breve se retire de él serámejor, porque la continuación en su cargo no hará más que deshonrar la causa de Dios y labrarsu propia ruina.***PLATICA II.La Vocación al MinisterioCualquier cristiano que posea la habilidad de difundir el Evangelio, tiene el derecho de hacerlo;más aún, no sólo tiene el derecho, sino el deber de proceder así mientras viva. (Apoc. 22:17). Lapropagación del Evangelio se ha dejado no a unos cuantos, sino a todos los discípulos del SeñorJesucristo. Según la medida de la gracia que haya recibido del Espíritu Santo, cada hombre estáobligado a ministrar la Palabra a sus contemporáneos, tanto en la Iglesia como entre losincrédulos. Esta incumbencia, a la verdad, se extiende a más allá de los hombres, e incluye a latotalidad del otro sexo, pues ya sean los creyentes varones o mujeres, todos sin distinción estánobligados, siendo capaces de ello por la gracia divina, a esforzarse cuanto les sea posible a fin deextender el conocimiento de nuestro Salvador. Nuestros trabajos en este sentido, sin embargo, noes preciso que tomen la forma particular de una predicación; y hay ciertamente casos en que nolo deben, como pasa por ejemplo respecto de las mujeres cuyas enseñanzas públicas se hallanexpresamente prohibidas. (I Tim. 2:12; I Cor. 14:34). Con todo, si tenemos la habilidad depredicar, nos incumbe el deber de practicarla. No quiero aludir en esta plática a la predicaciónocasional o a otra forma cualquiera del ministerio común a todos los santos, sino al trabajo y13

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