Muy propio y expresivo es también el lenguaje de Tomás Playfere en su "Di bien, hazbien." "Había un actor ridículo," dice, "en la ciudad de Esmirna, que al pronunciar ¡O coelum!¡Oh cielo! señalaba con el dedo hacia el suelo; al ver esto Polemo, que era el personaje principalde aquel lugar, no pudo permanecer indiferente más tiempo, y se salió apresuradamente de lacompañía diciendo: ‘este bárbaro ha cometido un solecismo con la mano, pues ha hablado unlatín espurio con el dedo.’ Semejantes a éste son los que enseñan bien y hacen mal, que aunquetengan el cielo en la punta de la lengua, tienen con todo la tierra en la punta del dedo; los que nosólo hablan un latín espurio con la lengua, sino una teología espuria con las manos; los que noviven, en fin, según su predicación. Pero el que tiene su asiento en el cielo se reirá de ellosdesdeñándolos, y los echará a silbidos del teatro si no enmiendan su modo de actuar.Aun en las cosas pequeñas debe cuidar el ministro de que su vida sea consecuente con suministerio. Es preciso que cuide con especialidad, de no dejar de corresponder a lo que de supalabra haya lugar a esperar. Esto debe llevarse hasta la escrupulosidad: la verdad no solamentedebe estar en nosotros, sino sacar su brillo de nosotros. Un célebre doctor de teología enLondres, que ahora debe estar en el cielo, no lo dudo, hombre excelente y piadoso, anunció undomingo que se proponía visitar a todos los miembros de su congregación, y dijo que para poderen sus excursiones hacerles a ellos y a sus familias una visita en el año, iba a seguir el orden desus respectivos domicilios. Una persona muy conocida mía que era entonces pobre, se sintiócomplacido por la idea de que el ministro iría a su casa a verlo, y como una o dos semanas antesdel día en que según sus cálculos le llegaría su turno, su esposa tomó todo empeño en limpiar elhogar y asear la casa, y el hombre volvía corriendo de su trabajo esperando cada nocheencontrase con el doctor. La cosa siguió así por mucho tiempo. Y ya fuera porque el doctorolvidara su promesa, porque le fastidiara cumplirla, o por cualquiera otra razón, el caso es quenunca llegó a ir a la casa de este pobre, dando eso por resultado que el hombre perdiere laconfianza en todos los predicadores y dijese: "ellos cuidan de los ricos, pero no de nosotros losque somos pobres." Nunca volvió a concurrir a ningún lugar de culto por muchos años, hasta queal fin fue a dar a Exeter Hall, y fue oyente mío durante todo el resto de su vida. No fue pequeñatarea la de convencerle de que cualquier ministro podía ser hombre honrado, y amarimparcialmente tanto a los ricos como a los pobres. Evitemos el incurrir en tal falta, siendoexactos en cuanto al cumplimiento de nuestra palabra.Debemos recordar que se fija mucho en nosotros la atención. Los hombres apenas seatreven a quebrantar la ley ante la vista abierta de sus semejantes, pues bien, en una publicidadasí nosotros vivimos y nos movemos. Somos vigilados por miles de ojos perspicaces como deáguila; comportémonos de manera que nos tenga sin cuidado el que los cielos todos, la tierra y elinfierno llenen la lista de nuestros espectadores. La posición pública que ocupamos será paranosotros una gran ganancia si podemos mostrar los frutos del Espíritu Santo en nuestra vida:cuidad mucho, hermanos míos, de no desperdiciar esa ventaja.Cuando os decimos, queridos hermanos, que cuidéis de vuestra vida, os damos a entenderque lo hagáis aun de las cosas al parecer más insignificantes de vuestro carácter. Evitad elcontraer deudas ni aun pequeñas, toda falta de formalidad, el in<strong>mis</strong>cuiros en chismografías, elentablar disputas, el poner apodos, todos aquellos defectos, en fin que son otras tantas moscasque llenan y echan a perder el aceite. La indulgencia con que uno se juzga a sí <strong>mis</strong>mo, y que haocasionado el menoscabo de la reputación de muchos, es una cosa que no debéis nuncapermitiros. Ciertas familiaridades que dan lugar a que se sospeche del que las gasta, debenevitarse, procediendo en todo con el mayor decoro y castidad. La aspereza de carácter que hace aalgunos temibles y repelentes, y las chocarrerías que hacen a otros despreciables, son defectos de12
que debemos huir a todo trance. Estamos expuestos a correr grandes riesgos si nos disimulamosciertas cosas tenidas como pequeñas. Debemos ser nimiamente escrupulosos en obrar, en todonormándonos a la regla de "no inferir la menor ofensa en nada, a fin de que el ministerio no seanunca censurado."HASTA AQUÍ HE CORREGIDOEntiéndase, sin embargo, que no queremos decir por esto que estemos obligados asujetarnos a cualquiera moda o capricho de la sociedad en que vivimos. Por regla general, medisgustan las modas de sociedad y detesto el convencionalismo, y si me pareciera mejor pasarpor sobre una ley impuesta por una vana etiqueta, no tendría escrúpulo en hacerlo. No, somoshombres libres y no esclavos, y no tenemos necesidad de postergar nuestra libertad varonil paraconvertirnos en lacayos de los que afectan donosura o blasonan de elegancia. A lo que mecontraigo, hermanos, es a que debemos huir como de una víbora, de todo lo que muestre falta debuena crianza o grosería, por ser esto cosa que se acerca mucho al pecado. Las reglas deChesterfield nos parecen ridículas, pero no así el ejemplo de Cristo; y el Salvador nunca fuegrosero, bajo, descortés o mal educado.Aun en vuestras recreaciones, no echéis en olvido que sois ministros. Aun cuando estéis fuera dela acción sois, sin embargo, oficiales en el ejército de Cristo, y debéis conduciros como tales. Ysi respecto de las cosas pequeñas es preciso que seáis tan cuidadosos, ¡cuánto no tendréis queserlo tratándose de los grandes asuntos de moralidad, honestidad e integridad! En esto el ministrono debe nunca faltar. Su vida privada tiene que estar siempre en armonía con la santidad de suministerio, o éste llegará pronto para él a su ocaso y mientras más en breve se retire de él serámejor, porque la continuación en su cargo no hará más que deshonrar la causa de Dios y labrarsu propia ruina.***PLATICA II.La Vocación al MinisterioCualquier cristiano que posea la habilidad de difundir el Evangelio, tiene el derecho de hacerlo;más aún, no sólo tiene el derecho, sino el deber de proceder así mientras viva. (Apoc. 22:17). Lapropagación del Evangelio se ha dejado no a unos cuantos, sino a todos los discípulos del SeñorJesucristo. Según la medida de la gracia que haya recibido del Espíritu Santo, cada hombre estáobligado a ministrar la Palabra a sus contemporáneos, tanto en la Iglesia como entre losincrédulos. Esta incumbencia, a la verdad, se extiende a más allá de los hombres, e incluye a latotalidad del otro sexo, pues ya sean los creyentes varones o mujeres, todos sin distinción estánobligados, siendo capaces de ello por la gracia divina, a esforzarse cuanto les sea posible a fin deextender el conocimiento de nuestro Salvador. Nuestros trabajos en este sentido, sin embargo, noes preciso que tomen la forma particular de una predicación; y hay ciertamente casos en que nolo deben, como pasa por ejemplo respecto de las mujeres cuyas enseñanzas públicas se hallanexpresamente prohibidas. (I Tim. 2:12; I Cor. 14:34). Con todo, si tenemos la habilidad depredicar, nos incumbe el deber de practicarla. No quiero aludir en esta plática a la predicaciónocasional o a otra forma cualquiera del ministerio común a todos los santos, sino al trabajo y13
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