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Discursos a mis estudiantes - David Cox

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echinido de sus botas, y con el ruido que hacen al abrir y cerrar las puertas. Una vez tuve quepredicar a una congregación cuyos miembros habían adquirido la costumbre de mirar atrás confrecuencia, y me valí para evitarlo de este medio. Les dije: "Ahora, amigos míos, puesto que osinteresa tanto saber quiénes entran en el templo, y a mí me molesta tanto veros voltear así a cadarato, si estáis de acuerdo, voy a describir a cada uno de los que entren, para que de ese modopodáis seguir sentados con los ojos fijos en mí, y así conservaremos por lo menos, la aparienciade un comportamiento decente." Sucedió que un hombre, muy amigo mío, entró pocosmomentos después, y pudiéndolo hacer sin ofenderle, lo describí como "un señor muyrespetable, el cual acababa de descubrirse," etc., etc. Bastó sólo aquella tentativa, y no tuve queseguir describiendo a los que entraron, porque los oyentes se manifestaron escandalizados engran manera de lo que hice; y yo les dije que por mi parte me había sorprendido de que ellos mehubieran puesto en la necesidad de mostrar así lo absurdo de su conducta. Les quité, por algúntiempo, valiéndome de este ardid, y espero que para siempre, esa costumbre tan molesta, y quedópor ello muy agradecido el pastor.Bien, supongamos que está arreglado todo esto. Se ha quitado el aire impuro, y se han corregidolos malos hábitos de la gente: ¿qué nos resta que hacer? Para ganaros la atención de vuestroauditorio, es preciso que digáis algo digno de oírse. Esta es la primera regla de valía. Casi todoslos hombres tienen un instinto que les incita a tener gusto en oír una cosa interesante. Tienen,también, otro instinto que debéis tener presente, a saber el que les impide que vean la utilidad deatender a palabras vacías. No es una crítica severa el decir que hay ministros cuyas palabras sonmuchas, y cuyos pensamientos son pocos. En efecto, sus palabras ocultan sus pensamientos, si esque los tienen. Emiten montones de hollejo, y tal vez haya un grano o dos de cebada mezcladoscon él, pero sería muy difícil encontrarlos. Ningún auditorio atenderá por mucho tiempo a palabras,palabras, palabras y nada más. Por lo que yo sé, no hay ningún mandamiento que diga"No harás uso de muchas palabras," pero sí se comprende esto en aquel que dice: "No hurtarás,"puesto que sería un fraude dar a vuestros oyentes palabras en vez de alimentos espirituales. Sepuede decir, tratándose aun del mejor predicador, que "en la muchedumbre de palabras no faltaráel pecado." Dad a vuestros oyentes algo que puedan guardar y retener en la memoria, algo quepueda servirles: los mejores pensamientos de mejor procedencia, doctrinas sólidas de la palabrade Dios. Dadles maná nuevamente descendido del cielo; no les deis las <strong>mis</strong>mas verdadesrepetidas veces en las <strong>mis</strong>mas palabras hasta que se fastidien de ellas. Esto se parecería a lascostumbres que prevalecen en las casas de corrección, de cortar el pan en pedazos del <strong>mis</strong>motamaño siempre. Dadles algo notable, algo que valiera la pena de que un hombre se levantara amedia noche para oírlo, y de que anduviera 50 millas con ese objeto. Si sois capaces de haceresto, hacedlo, hermanos, hacedlo siempre, y tendréis la atención más fiel y fija de vuestrosoyentes.Que sean bien ordenados los pensamientos que deis a vuestro auditorio. Mucho depende de esto.Es fácil amontonar sin orden un gran número de cosas buenas. Desde una vez en que fui enviadocon una canasta a la tienda, a comprar una libra de té, cuatro onzas de mostaza y tres libras dearroz, y en mi regreso a la casa, vi una jauría de caza y me pareció necesario seguirlos por lossetos v los fosos, (mi diversión favorita cuando yo era niño) y encontré al llegar a la casa, quetodos los efectos comprados se habían revuelto, el té, la mostaza y el arroz, en desordencompleto. Desde esta vez, digo, he entendido muy bien la necesidad de empacar <strong>mis</strong> asuntos enfardos muy fuertes, y de amarrarlos bien con el hilo de mi discurso; y esto me hace retener la101

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