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ha alcanzado estos últimos años un crecimiento considerable y sobre el cual<br />
llamaré particularmente la atención de ustedes».<br />
No era necesario llamar la atención, pues todas las bocas de la<br />
muchedumbre se mantenían abiertas, como para beber sus palabras. Tuvache, a<br />
su lado, lo escuchaba con los ojos abiertos de par en par; el señor Derozerays de<br />
vez en cuando cerraba suavemente los párpados; y más lejos, el farmacéutico,<br />
con su hijo Napoleón entre sus rodillas, se llevaba la mano a la oreja para no<br />
perder una sola sílaba. Los otros miembros del jurado lentamente movían la<br />
cabeza en señal de aprobación. Los bomberos, debajo del estrado, estaban «en<br />
su lugar descanso» sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, permanecía con el<br />
codo atrás, con la punta del sable al aire. Quizás oía, pero no debía de ver nada,<br />
a causa de la visera de su casco que le bajaba hasta la nariz. Su lugarteniente, el<br />
hijo menor del tío Tuvache, había agrandado el suyo; pues llevaba uno enorme<br />
que se le movía en la cabeza, dejando asomar una punta de su pañuelo<br />
estampado. Sonreía debajo de él con una dulzura muy infantil, y su carita<br />
pálida, por la que resbalaban unas gotas de sudor, tenía una expresión de<br />
satisfacción, de cansancio y de sueño.<br />
La plaza, hasta las casas, estaba llena de gente. Se veían personas<br />
asomadas a las ventanas, otras de pie en las puertas, y Justino, delante del<br />
escaparate de la farmacia, parecía completamente absorto en la contemplación<br />
de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el<br />
aire. Llegaba por trozos de frases, interrumpidas aquí y allí por el ruido de las<br />
sillas entre la muchedumbre; luego se oía de pronto, por detrás, el prolongado<br />
mugido de un buey, o bien los balidos de los corderos que se contestaban en la<br />
esquina de las calles. En efecto, los vaqueros y los pastores habían llevado allí<br />
sus animales que berreaban de vez en cuando, mientras arrancaban con su<br />
lengua un trocito de follaje que les colgaba del morro.<br />
Rodolfo se había acercado a Emma, y decía en voz baja y deprisa:<br />
—¿Es que no le subleva a usted esta conspiración de la sociedad? ¿Hay<br />
algún sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más<br />
puras son perseguidas, calumniadas, y si, por fin, dos pobres almas se<br />
encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo, ellas<br />
lo intentarán, moverán las alas, se llamarán. ¡Oh!, no importa, tarde o<br />
temprano, dentro de seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque el<br />
destino lo exige y porque han nacido la una para la otra.<br />
Estaba con los brazos cruzados sobre las rodillas y, levantando la cara<br />
hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Ella distinguía en sus ojos unos<br />
rayitos de oro que se irradiaban todo alrededor de sus pupilas negras a incluso<br />
percibía el perfume de la pomada que le abrillantaba el cabello.<br />
Entonces entró en un estado de languidez, recordó al vizconde que la había<br />
invitado a valsear en la Vaubyessard, y cuya barba exhalaba, como los cabellos<br />
de Rodolfo, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, entornó los<br />
párpados para respirarlo mejor. Pero en el movimiento que hizo, retrepándose<br />
en su silla, vio a lo lejos, al fondo del horizonte, la vieja diligencia, «La<br />
Golondrina», que bajaba lentamente la cuesta de los Leux, dejando detrás de<br />
ella un largo penacho de polvo. Era en aquel coche amarillo donde León tantas<br />
veces había venido hacia ella; y por aquella carretera por donde se había ido<br />
para siempre. Creyó verlo de frente, en su ventana; después todo se confundió,<br />
pasaron unas nubes; le pareció estar aún bailando un vals, a la luz de las