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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—¡Qué mujer! —dijo él viéndola alejarse, pues acababa de irse por el<br />

jardín. La llamaban.<br />

La señora <strong>Bovary</strong>, los días siguientes, se extrañó mucho de la<br />

metamorfosis de su nuera. En efecto, Emma se mostró más dócil, a incluso llegó<br />

su deferencia hasta pedirle una receta para poner pepinillos en escabeche.<br />

¿Era para engañarlos mejor al uno y a la otra?, ¿o bien quería, por una<br />

especie de estoicismo voluptuoso, sentir más profundamente la amargura de las<br />

cosas que iba a abandonar? Pero no reparaba en ello, al contrario; vivía como<br />

perdida en la degustación anticipada de su felicidad cercana. Era un tema<br />

inagotable de charlas con Rodolfo. Se apoyaba en su hombro, murmuraba:<br />

—¡Eh!, ¡cuando estemos en la diligencia! ¿Piensas en ello? ¿Es posible? Me<br />

parece que en el momento en que sienta arrancar el coche será como si<br />

subiéramos en globo, como si nos fuéramos a las nubes. ¿Sabes que cuento los<br />

días?… ¿Y tú?…<br />

Nunca <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> estuvo tan bella como en esta época: tenía esa<br />

indefinible belleza que resulta de la alegría, del entusiasmo, del éxito, y que no<br />

es más que la armonía del temperamento con las circunstancias. Sus ansias, sus<br />

penas, la experiencia del placer y sus ilusiones todavía jóvenes, igual que les<br />

ocurre a las flores, con el abono, la lluvia, los vientos y el sol, la habían ido<br />

desarrollando gradualmente y ella se mostraba, por fin, en la plenitud de su<br />

naturaleza. Sus párpados parecían recortados expresamente para sus largas<br />

miradas amorosas en las que se perdía la pupila, mientras que un aliento fuerte<br />

separaba las finas aletas de su nariz y elevaba la carnosa comisura de sus labios,<br />

sombreados a la luz por un leve bozo negro. Dijérase que un artista hábil en<br />

corrupciones había dispuesto sobre su nuca la trenzada mata de sus cabellos: se<br />

enroscaban en una masa espesa, descuidadamente, y según los azares del<br />

adulterio, que los soltaba todos los días. Su voz ahora tomaba unas inflexiones<br />

más suaves, su talle también; algo sutil y penetrante se desprendía incluso de<br />

sus vestidos y del arco de su pie. Carlos, como en los primeros tiempos de su<br />

matrimonio, la encontraba deliciosa y absolutamente irresistible.<br />

Cuando regresaba a medianoche no se atrevía a despertarla. La lamparilla<br />

de porcelana proyectaba en el techo un círculo de claridad trémula, y las<br />

cortinas de la cunita formaban como una choza blanca que se abombaba en la<br />

sombra al lado de la cama. Carlos las miraba. Creía oír la respiración ligera de<br />

su hija. Iba a crecer ahora; cada estación, rápidamente, traería un progreso. Ya<br />

la veía volver de la escuela a la caída de la tarde, toda contenta, con su blusita<br />

manchada de tinta, y su cestita colgada del brazo; después habría que ponerla<br />

interna, esto costaría mucho; ¿cómo hacer? Entonces reflexionaba. Pensaba<br />

alquilar una pequeña granja en los alrededores y que él mismo vigilaría todas las<br />

mañanas al ir a visitar a sus enfermos. Ahorraría lo que le produjera, lo<br />

colocaría en la caja de ahorros; luego compraría acciones, en algún sitio, en<br />

cualquiera; por otra parte, la clientela aumentaría; contaba con eso, pues quería<br />

que Berta fuese bien educada, que tuviese talentos, que aprendiese el piano.<br />

¡Ah!, ¡qué bonita sería, más adelante, a los quince años, cuando, pareciéndose a<br />

su madre, llevase como ella, en verano, grandes sombreros de paja!, las<br />

tomarían de lejos por dos hermanas. Ya la imaginaba trabajando de noche al<br />

lado de ellos, bajo la luz de la lámpara; le bordaría unas pantuflas; se ocuparía<br />

de la casa; la llenaría toda con su gracia y su alegría. Por fin, pensarían en

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