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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Emma lo vio desaparecer entre la doble fila de bancos, con pesado andar,<br />

la cabeza un poco torcida, y con las dos grandes manos entreabiertas hacia<br />

afuera.<br />

Después, giró rápidamente sobre sus talones, rígido como una estatua<br />

sobre su soporte, y se encaminó hacia su casa. Pero le llegaban todavía al oído y<br />

le seguían la gruesa voz del cura y las claras voces de los chiquillos.<br />

—¿Sois cristianos?<br />

—Sí, soy cristiano.<br />

—¿Qué es un cristiano?<br />

—Es aquel que, estando bautizado…, bautizado…, bautizado.<br />

Emma subió los peldaños de la escalera, y cuando llegó a su habitación, se<br />

dejó caer en un sillón.<br />

La luz blanquecina de los cristales bajaba suavemente con ondulaciones.<br />

Los muebles en su sitio parecían haberse vuelto más inmóviles y perdidos en la<br />

sombra como en un océano tenebroso. La chimenea estaba, pagada, el péndulo<br />

seguía oscilando, y Emma se quedaba pasmada ante la calma de las cosas,<br />

mientras que dentro de ella se producían tantas conmociones. Pero entre la<br />

ventana y la mesa de labor estaba la pequeña Berta, tambaleándose sobre sus<br />

botines de punto y tratando de acercarse a su madre para cogerle las cintas de<br />

su delantal.<br />

—¡Déjame! —le dijo apartándola con la mano.<br />

La niña se acercó todavía más a sus rodillas y apoyando en ellas sus brazos,<br />

la miraba con sus grandes ojos azules mientras que un hilo de saliva pura caía<br />

de su labio sobre el delantal de seda.<br />

—¡Déjame! —repitió Emma muy enfadada.<br />

Su cara asustó a la niña, que empezó a gritar.<br />

—Bueno, ¡déjame ya! —le dijo, empujándola con el codo.<br />

Berta fue a caer al pie de la cómoda contra la percha de cobre; se hizo un<br />

corte en la mejilla, y empezó a sangrar. <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> corrió a levantarla,<br />

rompió el cordón de la campana, llamó a la criada con todas sus fuerzas, a iba a<br />

empezar a maldecirse cuando apareció Carlos. Era la hora de la cena, él<br />

regresaba.<br />

—Mira, querido —le dijo Emma con voz tranquila—; ahí tienes a la niña<br />

que, jugando, acaba de lastimarse en el suelo.<br />

Carlos la tranquilizó, la cosa no era grave, y fue a buscar diaquilón.<br />

<strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> no bajó al comedor; quiso quedarse sola cuidando a su<br />

hija. Entonces, mirando cómo dormía, la preocupación que le quedaba fue poco<br />

a poco desapareciendo, y le pareció que era muy tonta y muy buena por haberse<br />

alterado hacía poco, por tan poca cosa. En efecto, Berta ya no sollozaba. Su<br />

respiración ahora levantaba insensiblemente la colcha de algodón.<br />

Unos lagrimones quedaban en los bordes de sus párpados entreabiertos,<br />

que dejaban ver entre las pestañas dos pupilas pálidas, hundidas; el<br />

esparadrapo, pegado en su mejilla, estiraba oblicuamente su piel tensa.<br />

—¡Es una cosa extraña! —pensaba Emma—, ¡qué fea es esta niña!

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