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Aquel gesto de Emma, sin embargo, no haba sido más que una<br />
advertencia; pues el señor Lheureux les acompañaba y les hablaba de vez en<br />
cuando, como para entrar en conversación:<br />
—¡Hace un día espléndido!, ¡todo el mundo está en la calle!, sopla Levante.<br />
Y <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>, igual que Rodolfo, apenas le respondía, mientras que al<br />
menor movimiento que hacían, él se acercaba diciendo: «¿Qué decía usted?», y<br />
llevaba la mano a su sombrero.<br />
Cuando llegaron a casa del herrador, en vez de seguir la carretera hasta la<br />
barrera, Rodolfo, bruscamente, tomó un sendero, llevándose a <strong>Madame</strong>; y<br />
exclamó:<br />
—¡Buenas tardes, señor Lheureux! ¡Hasta la vista!<br />
—¡Qué manera de despedirle! —dijo ella riendo.<br />
—Por qué —repuso él— dejarse manejar por los demás, y ya que hoy tengo<br />
la suerte de estar con usted…<br />
Emma se sonrojó. Rodolfo no terminó la frase. Entonces habló del buen<br />
tiempo y del placer de caminar sobre la hierba. Algunas margaritas habían<br />
retoñado.<br />
—¡Qué hermosas margaritas —dijo él— para proporcionar muchos<br />
oráculos a todas las enamoradas del país!<br />
Y añadió:<br />
—¿Si yo cogiera algunas? ¿Qué piensa usted?<br />
—¿Está usted enamorado? —dijo ella tosiendo un poco.<br />
—¡Eh!, ¡eh!, ¿quién sabe? —contestó Rodolfo.<br />
El prado empezaba a llenarse, y las amas de casa tropezaban con sus<br />
grandes paraguas, sus cestos y sus chiquillos. A menudo había que apartarse<br />
delante de una larga fila de campesinas, criadas, con medias azules, zapatos<br />
bajos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se pasaba al lado de ellas.<br />
Caminaban cogidas de la mano, y se extendían a todo lo largo de la pradera,<br />
desde la línea de los álamos temblones hasta la tienda del banquete. Pero era el<br />
momento del concurso, y los agricultores, unos detrás de otros, entraban en una<br />
especie de hipódromo formado por una larga cuerda sostenida por unos palos.<br />
Allí estaban los animales, con la cabeza vuelta hacia la cuerda, y alineando<br />
confusamente sus grupas desiguales. Había cerdos adormilados que hundían en<br />
la tierra sus hocicos; terneros que mugían; ovejas que balaban; las vacas, con<br />
una pata doblada, descansaban su panza sobre la hierba, y rumiando<br />
lentamente abrían y cerraban sus pesados párpados a causa de las moscas que<br />
zumbaban a su alrededor. Unos carreteros remangados sostenían por el ronzal<br />
caballos sementales encabritados que relinchaban con todas sus fuerzas hacia<br />
donde estaban las yeguas. Éstas permanecían sosegadas, alargando la cabeza y<br />
con las crines colgando, mientras que sus potros descansaban a su sombra o<br />
iban a mamar; y de vez en cuando, y sobre la larga ondulación de todos estos<br />
cuerpos amontonados, se veía alzarse el viento, como una ola, alguna crin<br />
blanca, o sobresalir unos cuernos puntiagudos, y cabezas de hombres que<br />
corrían. En lugar aparte, fuera del vallado, cien pasos más lejos, había un gran<br />
toro negro con bozal que llevaba un anillo de hierro en el morro, tan inmóvil<br />
como un animal de bronce. Un niño andrajoso lo sostenía por una cuerda.<br />
Entretanto, entre las dos hileras, unos señores se acercaban con paso grave