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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Rodolfo releyó la carta. La encontró bien. «¡Pobrecilla chica! —pensó<br />

enternecido. Va a creerse más insensible que una roca; habrían hecho falta aquí<br />

unas lágrimas; pero no puedo llorar; no es mía la culpa». Y echando agua en un<br />

vaso, Rodolfo mojó en ella su dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota, que<br />

hizo una mancha pálida sobre la tinta; después, tratando de cerrar la carta,<br />

encontró el sello Amor nel cor.<br />

—Esto no pega en este momento… ¡Bah!, ¡no importa!<br />

Después de lo cual, fumó tres pipas y fue a acostarse.<br />

Al día siguiente, cuando se levantó, alrededor de las dos (se había quedado<br />

dormido muy tarde), Rodolfo fue a recoger una cestilla de albaricoques, puso la<br />

carta en el fondo debajo de hojas de parra, y ordenó enseguida a Girard, su<br />

gañán, que la llevase delicadamente.<br />

Se servía de este medio para corresponder con ella, enviándole, según la<br />

temporada, fruta o caza.<br />

—Si le pide noticias mías —le dijo—, contestarás que he salido de viaje.<br />

Hay que entregarle el cestillo a ella misma, en sus propias manos… ¡Vete con<br />

cuidado!<br />

Girard se puso su blusa nueva, ató su pañuelo alrededor de los<br />

albaricoques, y caminando a grandes pasos con sus grandes zuecos herrados,<br />

tomó tranquilamente el camino de Yonville.<br />

<strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>, cuando él llegó a casa, estaba preparando con Felicidad,<br />

en la mesa de la cocina, un paquete de ropa.<br />

—Aquí tiene —dijo el gañán— lo que le manda nuestro amo.<br />

Ella fue presa de una corazonada, y, al tiempo que buscaba una moneda en<br />

su bolsillo, miraba al campesino con ojos huraños, mientras que él mismo la<br />

miraba con estupefacción, no comprendiendo que semejante regalo pudiese<br />

conmocionar tanto a alguien. Por fin se marchó. Felicidad quedaba allí. Emma<br />

no aguantaba más, corrió a la sala como para dejar allí los albaricoques, vació el<br />

cestillo, arrancó las hojas, encontró la carta, la abrió y, como si hubiera habido<br />

detrás de ella un terrible incendio, Emma empezó a escapar hacia su habitación,<br />

toda asustada.<br />

Carlos estaba allí, ella se dio cuenta; él le habló, Emma no oía nada, y<br />

siguió deprisa subiendo las escaleras, jadeante, loca, y manteniendo aquella<br />

horrible hoja de papel, que le crujía entre los dedos como si fuese de hojalata.<br />

En el segundo piso se paró ante la puerta del desván que estaba cerrada.<br />

Entonces quiso calmarse; se acordó de la carta, había que terminarla, no se<br />

atrevió. Además, ¿dónde?, ¿cómo?, la verían.<br />

«¡Ah!, no, aquí pensó ella estaré bien».<br />

Emma empujó la puerta y entró.<br />

Las pizarras del tejado dejaban caer a plomo un calor pesado, que le<br />

apretaba las sienes y la ahogaba; se arrastró hasta la buhardilla cerrada, corrió<br />

el cerrojo y de golpe brotó una luz deslumbrante.<br />

Enfrente, por encima de los tejados, se extendía el campo libre hasta<br />

perderse de vista, las piedras de la acera brillaban, las veletas de las casas se<br />

mantenían inmóviles; en la esquina de la calle salía de un piso inferior una<br />

especie de ronquido con modulaciones estridentes. Era Binet que trabajaba con

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