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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—Pero yo no sé tornear —respondía el pasante.<br />

—¡Oh!, ¡es cierto! —decía el otro acariciando la mandíbula, con un aire de<br />

desdén mezclado de satisfacción.<br />

León estaba cansado de amar sin resultado; después comenzaba a sentir<br />

ese agobio que causa la repetición de la misma vida, cuando ningún interés la<br />

dirige ni la sostiene ninguna esperanza. Estaba tan harto de Yonville y de sus<br />

habitantes, que ver a cierta gente, ciertas casas, le irritaba hasta más no poder; y<br />

el farmacéutico, con lo buena persona que era, se le hacía totalmente<br />

insoportable. Sin embargo, la perspectiva de una situación nueva le asustaba<br />

tanto como le seducía.<br />

Esta aprensión se convirtió pronto en impaciencia, y París entonces agitó<br />

para él, en la lejanía, la fanfarria de sus bailes de máscaras con la risa de sus<br />

modistillas. Puesto que debía terminar sus estudios de Derecho, ¿por qué no se<br />

iba?, ¿quién se lo impedía? Empezó a hacer mentalmente los preparativos:<br />

dispuso de antemano sus ocupaciones. Se amuebló, en su cabeza, un piso. Allí<br />

llevaría una vida de artista. ¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría una bata de<br />

casa, una boina vasca, zapatillas de terciopelo azul! E incluso contemplaba en su<br />

chimenea dos floretes en forma de aspa, con calavera y la guitarra por encima.<br />

Lo difícil era el consentimiento de su madre; sin embargo, nada parecía<br />

más razonable. Su mismo patrón le aconsejaba visitar otro estudio de notario<br />

donde pudiese completar su formación. Tomando, pues, una decisión<br />

intermedia, León buscó un empleo de oficial segundo en Rouen, pero no lo<br />

encontró, y por fin escribió a su madre una larga carta detallada, en la que le<br />

exponía las razones de ir a vivir a París inmediatamente. Ella dio su<br />

consentimiento.<br />

León no se dio prisa. Cada día, durante todo un mes, Hivert le transportó<br />

de Yonville a Rouen, de Rouen a Yonville, baúles, maletas, paquetes; y, cuando<br />

León hubo repuesto su guardarropa, rellenado sus tres butacas, comprado una<br />

provisión de pañuelos de cuello, en una palabra, hecho más preparativos que<br />

para un viaje alrededor del mundo, fue aplazándolo de una semana para otra,<br />

hasta que recibió una segunda carta de su madre en la que le daba prisa para<br />

marchar, puesto que él deseaba pasar su examen antes de las vacaciones.<br />

Cuando llegó el momento de las despedidas, la señora Homais lloró;<br />

Justino sollozaba; Homais, como hombre fuerte, disimuló su emoción, quiso él<br />

mismo llevar el abrigo de su amigo hasta la verja del notario, quien llevaba a<br />

León a Rouen en su coche.<br />

Éste último tenía el tiempo justo de decir adiós al señor <strong>Bovary</strong>.<br />

Cuando llegó a lo alto de la escalera, se paró porque le faltaba el aliento. Al<br />

verle entrar, <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> se levantó con presteza.<br />

—¡Soy yo otra vez! —dijo León.<br />

—¡Estaba segura!<br />

Emma se mordió los labios, y una oleada de sangre le corrió bajo la piel,<br />

que se volvió completamente sonrosada, desde la raíz de los cabellos hasta el<br />

borde de su cuello de encaje. Permanecía de pie, apoyando el hombro en el<br />

zócalo de madera.<br />

—¿No está el señor? —dijo él.<br />

—Está ausente.

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