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Gustave Flaubert Madame Bovary

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constantemente cerrada. Ella quería que vendiesen el caballo; lo que antes<br />

amaba ahora le desagradaba. Todas sus ideas parecían limitarse al cuidado de sí<br />

misma. Permanecía en cama tomando pequeñas colaciones, llamaba a su criada<br />

para preguntarle por las tisanas o para charlar con ella. Entre tanto la nieve<br />

caída sobre el tejado del mercado proyectaba en la habitación un reflejo blanco,<br />

inmóvil; luego vinieron las lluvias. Y Emma esperaba todos los días, con una<br />

especie de ansiedad, la infalible repetición de acontecimientos mínimos que, sin<br />

embargo, apenas le importaban. El más destacado era, por la noche, la llegada<br />

de «La Golondrina». Entonces la hostelera gritaba y otras voces le respondían,<br />

mientras que el farol de mano de Hipólito, que buscaba baúles en la baca, hacía<br />

de estrella en la oscuridad. A mediodía, regresaba Carlos. Después salía; luego<br />

ella tomaba un caldo, y, hacia las cinco, a la caída de la tarde, los niños que<br />

volvían de clase, arrastrando sus zuecos por la acera, golpeaban todos con sus<br />

reglas la aldaba de los postigos, unos detrás de otros.<br />

A esa hora iba a visitarla el párroco, señor Bournisien. Le preguntaba por<br />

su salud, le traía noticias y le hacía exhortaciones religiosas en una pequeña<br />

charla mimosa no exenta de atractivo. La simple presencia de la sotana bastaba<br />

para reconfortarla.<br />

Un día en que, en lo más agudo de su enfermedad, se había creído<br />

agonizante, pidió la comunión y a medida que se hacían en su habitación los<br />

preparativos para el sacramento, se transformaba en altar la cómoda llena de<br />

jarabes y Felicidad alfombraba el suelo con dalias, Emma sintió que algo fuerte<br />

pasaba por ella, que le liberaba de sus dolores, de toda percepción, de todo<br />

sentimiento. Su carne aliviada, ya no pesaba, empezaba una vida diferente; le<br />

pareció que su ser, subiendo hacia Dios, iba a anonadarse en aquel amor como<br />

un incienso encendido que se disipa en vapor. Rociaron de agua bendita las<br />

sábanas; el sacerdote sacó del copón la blanca hostia, y desfalleciendo de un<br />

gozo celestial, Emma adelantó sus labios para recibir el cuerpo del Salvador que<br />

se ofrecía. Las cortinas de su alcoba se ahuecaban suavemente alrededor de ella,<br />

en forma de nubes, y las llamas de las dos velas que ardían sobre la cómoda le<br />

parecieron glorias resplandecientes. Entonces dejó caer la cabeza, creyendo oír<br />

en los espacios la música de las arpas seráficas y percibir en un cielo de azur, en<br />

un trono dorado, en medio de los santos que sostenían palmas verdes, al Dios<br />

Padre todo resplandeciente de majestad, que con una señal hacía bajar hacia la<br />

tierra ángeles con las alas de fuego para llevársela en sus brazos.<br />

Esta visión espléndida quedó en su memoria como la cosa más bella que<br />

fuese posible soñar; de tal modo que ahora se esforzaba en evocar aquella<br />

sensación, que continuaba a pesar de todo, pero de una manera menos exclusiva<br />

y con una dulzura igualmente profunda. Su alma, cansada de orgullo,<br />

descansaba por fin en la humildad cristiana, y, saboreando el placer de ser débil,<br />

Emma contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que iba a<br />

dispensar una amplia acogida a la llamada de la gracia. Existían, por tanto, en<br />

lugar de la dicha terrena, otras felicidades mayores, otro amor por encima de<br />

todos los amores, sin intermitencia ni fin, y que crecería eternamente. Ella<br />

entrevió, entre las ilusiones de su esperanza, un estado de pureza flotando por<br />

encima de la tierra, confundiéndose con el cielo, al que aspiraba a llegar. Quiso<br />

ser una santa. Compró rosarios, se puso amuletos; suspiraba por tener en su<br />

habitación, a la cabecera de su cama, un relicario engarzado de esmeraldas, para<br />

besarlo todas las noches.

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