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constantemente cerrada. Ella quería que vendiesen el caballo; lo que antes<br />
amaba ahora le desagradaba. Todas sus ideas parecían limitarse al cuidado de sí<br />
misma. Permanecía en cama tomando pequeñas colaciones, llamaba a su criada<br />
para preguntarle por las tisanas o para charlar con ella. Entre tanto la nieve<br />
caída sobre el tejado del mercado proyectaba en la habitación un reflejo blanco,<br />
inmóvil; luego vinieron las lluvias. Y Emma esperaba todos los días, con una<br />
especie de ansiedad, la infalible repetición de acontecimientos mínimos que, sin<br />
embargo, apenas le importaban. El más destacado era, por la noche, la llegada<br />
de «La Golondrina». Entonces la hostelera gritaba y otras voces le respondían,<br />
mientras que el farol de mano de Hipólito, que buscaba baúles en la baca, hacía<br />
de estrella en la oscuridad. A mediodía, regresaba Carlos. Después salía; luego<br />
ella tomaba un caldo, y, hacia las cinco, a la caída de la tarde, los niños que<br />
volvían de clase, arrastrando sus zuecos por la acera, golpeaban todos con sus<br />
reglas la aldaba de los postigos, unos detrás de otros.<br />
A esa hora iba a visitarla el párroco, señor Bournisien. Le preguntaba por<br />
su salud, le traía noticias y le hacía exhortaciones religiosas en una pequeña<br />
charla mimosa no exenta de atractivo. La simple presencia de la sotana bastaba<br />
para reconfortarla.<br />
Un día en que, en lo más agudo de su enfermedad, se había creído<br />
agonizante, pidió la comunión y a medida que se hacían en su habitación los<br />
preparativos para el sacramento, se transformaba en altar la cómoda llena de<br />
jarabes y Felicidad alfombraba el suelo con dalias, Emma sintió que algo fuerte<br />
pasaba por ella, que le liberaba de sus dolores, de toda percepción, de todo<br />
sentimiento. Su carne aliviada, ya no pesaba, empezaba una vida diferente; le<br />
pareció que su ser, subiendo hacia Dios, iba a anonadarse en aquel amor como<br />
un incienso encendido que se disipa en vapor. Rociaron de agua bendita las<br />
sábanas; el sacerdote sacó del copón la blanca hostia, y desfalleciendo de un<br />
gozo celestial, Emma adelantó sus labios para recibir el cuerpo del Salvador que<br />
se ofrecía. Las cortinas de su alcoba se ahuecaban suavemente alrededor de ella,<br />
en forma de nubes, y las llamas de las dos velas que ardían sobre la cómoda le<br />
parecieron glorias resplandecientes. Entonces dejó caer la cabeza, creyendo oír<br />
en los espacios la música de las arpas seráficas y percibir en un cielo de azur, en<br />
un trono dorado, en medio de los santos que sostenían palmas verdes, al Dios<br />
Padre todo resplandeciente de majestad, que con una señal hacía bajar hacia la<br />
tierra ángeles con las alas de fuego para llevársela en sus brazos.<br />
Esta visión espléndida quedó en su memoria como la cosa más bella que<br />
fuese posible soñar; de tal modo que ahora se esforzaba en evocar aquella<br />
sensación, que continuaba a pesar de todo, pero de una manera menos exclusiva<br />
y con una dulzura igualmente profunda. Su alma, cansada de orgullo,<br />
descansaba por fin en la humildad cristiana, y, saboreando el placer de ser débil,<br />
Emma contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que iba a<br />
dispensar una amplia acogida a la llamada de la gracia. Existían, por tanto, en<br />
lugar de la dicha terrena, otras felicidades mayores, otro amor por encima de<br />
todos los amores, sin intermitencia ni fin, y que crecería eternamente. Ella<br />
entrevió, entre las ilusiones de su esperanza, un estado de pureza flotando por<br />
encima de la tierra, confundiéndose con el cielo, al que aspiraba a llegar. Quiso<br />
ser una santa. Compró rosarios, se puso amuletos; suspiraba por tener en su<br />
habitación, a la cabecera de su cama, un relicario engarzado de esmeraldas, para<br />
besarlo todas las noches.