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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Capítulo VI<br />

En los viajes que hacía para verla, León cenaba a menudo en casa del<br />

boticario, y por cortesía se creyó obligado a invitarle a su vez.<br />

—¡Con mucho gusto! —respondió el señor Homais—; además, necesito<br />

remozarme un poco, pues aquí me estoy embruteciendo. ¡Iremos al teatro, al<br />

restaurante, haremos locuras!<br />

—¡Ah!, hijo mío —murmuró tiernamente la señora Homais, asustada ante<br />

los vagos peligros que su marido se disponía a correr.<br />

—Bueno, ¿y qué?, ¿no te parece que estoy arruinando bastante mi salud<br />

viviendo entre las emanaciones continuas de la farmacia? Así son las mujeres:<br />

tienen celos de la ciencia, pero luego se oponen a que uno disfrute de las más<br />

legítimas distracciones. No importa, cuente conmigo; uno de estos días me dejo<br />

caer en Rouen y ya verá cómo hacemos rodar los monises.<br />

En otro tiempo el boticario se hubiera guardado muy bien de emplear<br />

semejante expresión; pero ahora le daba por hablar en una jerga alocada y<br />

parisina que encontraba del mejor gusto; y como <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>, su vecina,<br />

interrogaba con curiosidad al pasante sobre las costumbres de la capital, hasta<br />

hablaba argot para deslumbrar… a los burgueses, diciendo turne, bazar, chicard,<br />

chicandard, Breda street, y Je me la casse, por: me voy.<br />

Y un jueves, Emma se sorprendió al encontrar en la cocina del «Lion d'Or»<br />

al señor Homais vestido de viaje, es decir, con un viejo abrigo que no le habían<br />

visto nunca, llevando en una mano una maleta y en la otra el folgo de su<br />

establecimiento. No había confiado a nadie su proyecto por miedo a que el<br />

público se preocupase por su ausencia.<br />

La idea de volver a ver los lugares donde había pasado su juventud le<br />

exaltaba sin duda, pues no paró de charlar en todo el viaje; luego, apenas<br />

llegaron, saltó con presteza del coche para ir en busca de León; y por más que el<br />

pasante se resistió, el señor Homais se lo llevó al gran café de «Normandie»,<br />

donde entró majestuosamente sin quitarse el sombrero, creyendo que era muy<br />

provinciano descubrirse en un lugar público.<br />

Emma esperó a León tres cuartos de hora. Por fin, corrió a su despacho, y,<br />

perdida en toda clase de conjeturas, acusándolo de indiferencia y reprochándose<br />

a sí misma su debilidad, se pasó la tarde con la frente pegada a la ventana.<br />

A las dos, pasante y boticario seguían sentados a la mesa el uno frente al<br />

otro. La gran sala se iba quedando vacía; el tubo de la estufa, en forma de<br />

palmera, contorneaba en el techo blanco su haz dorado; y cerca de ellos, detrás<br />

de la cristalera, a pleno sol, un pequeño surtidor gorgoteaba en una pileta de<br />

mármol donde entre berros y espárragos, tres bogavantes aletargados se<br />

alargaban hasta un montón de codornices apiladas en el borde del estanque.<br />

Homais se deleitaba. Aunque se embriagase de lujo más que de buena<br />

comida, el vino de Pomard, sin embargo, le excitaba un poco las facultades, y<br />

cuando apareció la tortilla al ron expuso teorías inmorales sobre las mujeres. Lo<br />

que le seducía, por encima de todo, era el chic. Adoraba un atuendo elegante en<br />

una casa bien amueblada, y en cuanto a las cualidades físicas no despreciaba el<br />

«buen bocado».

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