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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Entonces, sin ningún miramiento para Hipólito, que sudaba entre las<br />

sábanas, aquellos señores emprendieron una conversación en la que el boticario<br />

comparó la sangre fría de un cirujano a la de un general; y esta comparación<br />

agradó a Canivet, que se extendió en consideraciones sobre las exigencias de su<br />

arte. Lo consideraba como un sacerdocio, aunque los oficiales de Sanidad lo<br />

deshonrasen. Por fin, volviendo al enfermo, examinó las vendas que había<br />

traído Homais, las mismas que habían utilizado en la operación del pie zambo, y<br />

pidió a alguien que le sostuviese la pierna. Mandaron a buscar a Lestiboudis, y<br />

el señor Canivet, después de haberse remangado, pasó a la sala de billar,<br />

mientras que el boticario se quedaba con Artemisa y con la mesonera, las dos<br />

más pálidas que un delantal, y con el oído pegado a la puerta.<br />

<strong>Bovary</strong>, durante aquel momento, no se atrevió a moverse de su casa.<br />

Permanecía abajo, en la sala, sentado junto a la chimenea apagada, con la<br />

cabeza baja, las manos juntas, los ojos fijos. ¡Qué desgracia!, pensaba, ¡qué<br />

contrariedad! Sin embargo, él había tomado todas las precauciones imaginables.<br />

Era cosa de la fatalidad. ¡No importa!, si Hipólito llegara a morir, sería él quien<br />

lo habría asesinado. Y además, ¿qué razón daría en las visitas cuando le<br />

preguntaran? Quizás, a pesar de todo, ¿se había equivocado en algo? Él<br />

reflexionaba, no encontraba nada. Pero también los más famosos cirujanos se<br />

equivocan. Esto era lo que nunca se querría reconocer, al contrario, se iban a<br />

reír, a chillar. Los comentarios llegarían hasta Forges, ¡hasta Neufchätel!, ¡hasta<br />

Rouen!, ¡a todas partes! ¡Quién sabe si los colegas no escribirían contra él! Se<br />

originaría una polémica, habría que contestar en los periódicos. El propio<br />

Hipólito podía procesarle. ¡Se veía deshonrado, arruinado, perdido! Y su<br />

imaginación, asaltada por una multitud de hipótesis, se agitaba en medio de<br />

ellas como un tonel vacío arrastrado al mar y que flota sobre las olas.<br />

Emma, frente a él, le miraba; no compartía su humillación, ella sentía otra:<br />

era la de haberse imaginado que un hombre semejante pudiese valer algo, como<br />

si veinte veces no se hubiese ya dado cuenta de su mediocridad.<br />

Carlos se paseaba de un lado a otro de la habitación. Sus botas crujían<br />

sobre el piso.<br />

—¡Siéntate! —dijo ella—, me pones nerviosa.<br />

Él se volvió a sentar.<br />

¿Cómo era posible que ella, tan inteligente, se hubiera equivocado una vez<br />

más? Por lo demás, ¿por qué deplorable manía había destrozado su existencia<br />

en continuos sacrificios? Recordó todos sus instintos de lujo, todas las<br />

privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, del gobierno de la casa, sus<br />

sueños caídos en el barro, como golondrinas heridas, todo lo que había deseado,<br />

todas las privaciones pasadas, todo lo que hubiera podido tener, y ¿por qué?,<br />

¿por qué?<br />

En medio del silencio que llenaba el pueblo, un grito desgarrador atravesó<br />

el aire. <strong>Bovary</strong> palideció como si fuera a desmayarse. Emma frunció el ceño con<br />

un gesto nervioso, después continuó. Era por él, sin embargo, por aquel ser, por<br />

aquel hombre que no entendía nada, que no sentía nada, pues estaba allí, muy<br />

tranquilamente, y sin siquiera sospechar que el ridículo de su nombre iba en lo<br />

sucesivo a humillarla como a él.<br />

Había hecho esfuerzos por amarle, y se había arrepentido llorando por<br />

haberse entregado a otro.

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