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Gustave Flaubert Madame Bovary

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muchas veces los ojos con las mangas, había desteñido en su cara; y la huella de<br />

las lágrimas hacía unas líneas en la capa de polvo que la ensuciaba.<br />

La señora <strong>Bovary</strong> madre estaba con ellos. Los tres estaban callados. Por<br />

fin, el buen hombre suspiró.<br />

—¿Se acuerda, amigo mío, que fui a Tostes una vez, cuando usted acababa<br />

de perder a su primera difunta? En aquel tiempo le consolaba. Encontraba algo<br />

que decirle; pero ahora…<br />

Después, con un largo gemido que le levantó todo el pecho:<br />

—¡Ah!, para mí se acabó todo. ¡Ya ve usted! He visto morir a mi mujer…,<br />

después a mi hijo…, y ahora, hoy, a mi hija.<br />

Quiso volverse enseguida a Les Bertaux diciendo que no podría dormir en<br />

aquella casa. Ni siquiera quiso ver a su nieta.<br />

—¡No!, ¡no!, sería una despedida demasiado dolorosa. Pero le dará muchos<br />

besos. ¡Adiós!, ¡usted es un buen muchacho! Y, además, jamás olvidaré esto —<br />

dijo golpeándose el muslo; no se preocupe, seguirá recibiendo su pavo.<br />

Pero cuando llegó al alto de la cuesta volvió su mirada como antaño la<br />

había vuelto en el camino de San Víctor, al separarse de ella. Las ventanas del<br />

pueblo estaban todas resplandecientes bajo los rayos oblicuos del sol que se<br />

ponía en la pradera. Se puso la mano ante los ojos y percibió en el horizonte un<br />

cercado de tapias donde había unos bosquecillos de árboles negros diseminados<br />

entre piedras blancas, después continuó su camino a trote corto, pues su caballo<br />

cojeaba.<br />

Aquella noche Carlos y su madre, a pesar del cansancio, se quedaron<br />

mucho tiempo hablando juntos. Hablaron de los días pasados y del porvenir.<br />

Ella vendría a vivir a Yonville, regiría la casa, ya no se separarían. Estuvo hábil y<br />

cariñosa, alegrándose interiormente de recuperar un afecto que se le escapaba<br />

desde hacía tantos años. Dieron las doce. El pueblo, como de costumbre, estaba<br />

en silencio, y Carlos, despierto, seguía pensando en ella.<br />

Rodolfo, que para distraerse había pateado el bosque todo el día, dormía<br />

tranquilamente en su castillo, y León, allá lejos, dormía igualmente.<br />

Había otro que a aquella hora no dormía.<br />

Sobre la fosa, entre los abetos, un muchacho lloraba arrodillado, y su<br />

pecho, deshecho en sollozos, jadeaba en la sombra bajo el agobio de una pena<br />

inmensa más dulce que la luna y más insondable que la noche. De pronto crujió<br />

la verja. Era Lestiboudis; venía a buscar su azadón que había olvidado poco<br />

antes. Reconoció a Justino que escalaba la tapia, y entonces supo a qué atenerse<br />

sobre el sinvergüenza que le robaba las patatas.

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