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—¡Esos son inventos de París! ¡Ahí están las ideas de esos señores de la<br />
capital!, ¡es como el estrabismo, el cloroformo y la litotricia, un montón de<br />
monstruosidades que el gobierno debería prohibir! Quieren dárselas de listos, y<br />
les atiborran de medicamentos sin preocuparse de sus consecuencias. Nosotros<br />
no estamos tan capacitados como todo eso; no somos unos sabios, unos<br />
pisaverdes, unos currutacos; somos facultativos prácticos, nosotros curamos, y<br />
no se nos pasaría por la imaginación operar a alguien que se encuentra<br />
perfectamente bien. ¡Enderezar pies zambos!, ¿se pueden enderezar pies<br />
zambos?, ¡es como si se quisiera, por ejemplo, poner derecho a un jorobado!<br />
Homais sufría escuchando este discurso, y disimulaba su desasosiego bajo<br />
una sonrisa de cortesano, poniendo cuidado en tratar bien al señor Canivet,<br />
cuyas recetas llegaban a veces hasta Yonville. Por eso no salió en defensa de<br />
<strong>Bovary</strong>, ni siquiera hizo observación alguna, y, dejando a un lado sus principios,<br />
sacrificó su dignidad a los intereses más serios de su negocio.<br />
Fue un acontecimiento importante en el pueblo aquella amputación de<br />
pierna por el doctor Canivet. Todos los habitantes, aquel día, se habían<br />
levantado más temprano y la Calle Mayor, aunque llena de gente, tenía algo<br />
lúgubre como si se tratara de una ejecución capital. Se discutía en la tienda de<br />
comestibles sobre la enfermedad de Hipólito; los comercios no vendían nada, y<br />
la señora Tuvache, la mujer del alcalde, no se movía de la ventana, por lo<br />
impaciente que estaba de ver llegar al operador.<br />
Llegó en su cabriolet, conducido por él mismo. Pero como la ballesta del<br />
lado derecho había cedido a todo lo largo, bajo el peso de su corpulencia, resultó<br />
que el coche se inclinaba un poco al correr, y sobre el otro cojín, al lado del<br />
doctor, se veía una gran caja forrada de badana roja, cuyos tres cierres de cobre<br />
resplandecían de brillo.<br />
Cuando entró como un torbellino en el portal del «Lion d'Or», el doctor,<br />
gritando muy fuerte, mandó desenganchar su caballo, después fue a la<br />
caballeriza a ver si comía bien la avena; pues, cuando llegaba a casa de sus<br />
enfermos, se preocupaba ante todo de su yegua y de su cabriolet. Se decía<br />
incluso a este propósito: «¡Ah!, ¡el señor Canivet es un extravagante!». Y será<br />
más estimado por este inquebrantable aplomo.<br />
Ya podía hundirse el mundo, que él no alteraría el menor de sus hábitos.<br />
Homais se presentó.<br />
—Cuento con usted —dijo el doctor—. ¿Estamos preparados? ¡Adelante!<br />
Pero el boticario, sonrojándose, confesó que él era muy sensible para<br />
asistir a semejante operación.<br />
—Cuando se es simple espectador —decía—, la imaginación, comprende, se<br />
impresiona. Y además tengo el sistema nervioso tan…<br />
—¡Bah! —interrumpió Canivet—, usted me parece, por el contrario,<br />
propenso a la apoplejía. Y, además, no me extraña, porque ustedes, los señores<br />
farmacéuticos, están continuamente metidos en sus cocinas, lo cual debe de<br />
terminar alterando su temperamento. Míreme a mí, por ejemplo: todos los días<br />
me levanto a las cuatro, me afeito con agua fría, nunca tengo frío, y no llevo ropa<br />
de franela, no pesco ningún catarro, la caja es resistente. Vivo a veces de una<br />
manera, otras de otra, como filósofo, a lo que salga. Por eso no soy tan delicado<br />
como usted, y me da exactamente lo mismo descuartizar a un cristiano que la<br />
primer ave que se presente. A eso, dirá usted, ¡la costumbre!…, ¡la costumbre!…