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Gustave Flaubert Madame Bovary

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casarla: le buscarían un buen chico que tuviese una situación sólida; la haría<br />

feliz; esto duraría siempre.<br />

Emma no dormía, parecía estar dormida; y mientras que él se amodorraba<br />

a su lado, ella se despertaba con otros sueños. Al galope de cuatro caballos, era<br />

transportada desde hacía ocho días hacia un país nuevo, de donde no volverían<br />

más. Caminaban, caminaban, con los brazos entrelazados, sin hablar. A<br />

menudo, desde lo alto de una montaña, divisaba de pronto una ciudad<br />

espléndida con cúpulas, puentes, barcos, bosques de limoneros y catedrales de<br />

mármol blanco, cuyos campanarios agudos albergaban nidos de cigüeñas.<br />

Caminaban al paso, a causa de las grandes losas, y había en el suelo ramos de<br />

flores que les ofrecían mujeres vestidas con corpiño rojo. El tañido de las<br />

campanas y los relinchos de los mulos se confundían con el murmullo de las<br />

guitarras y el ruido de las fuentes, cuyo vapor ascendente refrescaba pilas de<br />

frutas, dispuestas en pirámide al pie de las estatuas pálidas, que sonreían bajo<br />

los surtidores de agua. Y después, una tarde, llegaban a un pueblo de<br />

pescadores, donde se secaban al aire redes oscuras tendidas a lo largo del<br />

acantilado y de las chabolas. Allí es donde se quedarían a vivir; habitarían una<br />

casa baja, de tejado plano, a la sombra de una palmera, en el fondo de un golfo,<br />

a orilla del mar. Se pasearían en góndola, se columpiarían en hamaca; y su<br />

existencia sería fácil y holgada como sus vestidos de seda, toda cálida y<br />

estrellada como las noches suaves que contemplarían. En este tiempo, en la<br />

inmensidad de este porvenir que ella se hacía representar, nada de particular<br />

surgía; los días, todos magníficos, se parecían como olas; y aquello se<br />

columpiaba en el horizonte, infinito, armonioso, azulado a inundado de sol.<br />

Pero la niña empezaba a toser en la cuna, o bien <strong>Bovary</strong> roncaba más fuerte, y<br />

Emma no conciliaba el sueño hasta la madrugada, cuando el alba blanqueaba<br />

las baldosas y ya el pequeño Justino, en la plaza, abría los postigos de la<br />

farmacia.<br />

Emma había llamado al señor Lheureux y le había dicho:<br />

—Necesitaría un abrigo, un gran abrigo, de cuello largo, forrado.<br />

—¿Se va de viaje? —le preguntó él.<br />

—¡No!, pero… no importa, ¿cuento con usted, verdad?, ¡y rápidamente!<br />

El asintió.<br />

—Necesitaría, además —replicó ella—, un arca…, no demasiado pesada,<br />

cómoda.<br />

—Sí, sí, ya entiendo, de noventa y dos centímetros aproximadamente por<br />

cincuenta, como las hacen ahora.<br />

—Y un bolso de viaje.<br />

«Decididamente —pensó Lheureux—, aquí hay gato encerrado».<br />

—Y tenga esto —dijo la señora <strong>Bovary</strong> sacando su reloj del cinturón—,<br />

tome esto: se cobrará de ahí.<br />

Pero el comerciante exclamó que de ninguna manera; se conocían; ¿acaso<br />

podía dudar de ella? ¡Qué chiquillada! Ella insistió para que al menos se<br />

quedase con la cadena, y ya Lheureux la había metido en su bolsillo y se<br />

marchaba, cuando Emma volvió a llamarle.

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