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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Entonces Homais se inclinó hacia el poder. Hizo secretamente al señor<br />

prefecto varios servicios en las elecciones. Finalmente, se vendió, se prostituyó.<br />

Incluso dirigió al soberano una petición en que le suplicaba que le hiciera<br />

justicia; le llamaba nuestro buen rey y lo comparaba a Enrique IV.<br />

Y cada mañana el boticario se precipitaba sobre el periódico para descubrir<br />

en él su nombramiento, pero éste no aparecía. Por fin, no aguantando más, hizo<br />

dibujar en su jardín un césped figurando la estrella del honor, con dos pequeños<br />

rodetes de hierba que partían de la cima para imitar la cinta. Se paseaba<br />

alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la ineptitud del gobierno y<br />

la ingratitud de los hombres.<br />

Por respeto, o por una especie de sensualidad que le hacía proceder con<br />

lentitud en sus investigaciones, Carlos no había abierto todavía el<br />

compartimento secreto de un despacho de palisandro que Emma utilizaba<br />

habitualmente. Pero un día se sentó delante, giró la llave y pulsó el muelle.<br />

Todas las cartas de León estaban allí. ¡Ya no había duda esta vez! Devoró hasta<br />

la última, buscó por todos los rincones, en todos los muebles, por todos los<br />

cajones, detrás de las paredes, sollozando, gritando, perdido, loco. Descubrió<br />

una caja, la deshizo de una patada. El retrato de Rodolfo le saltó en plena cara,<br />

en medio de las cartas de amor revueltas.<br />

La gente se extrañó de su desánimo. Ya no salía, no recibía a nadie, incluso<br />

se negaba a visitar a sus enfermos. Entonces pensaron que se encerraba para<br />

beber.<br />

Pero a veces algún curioso se subía por encima del seto de la huerta y veía<br />

con estupefacción a aquel hombre de barba larga, suciamente vestido, huraño y<br />

llorando fuertemente mientras paseaba solo.<br />

Por la tarde, en verano, tomaba consigo a su hijita y la llevaba al<br />

cementerio. Regresaban de noche cerrada, cuando no quedaba en la plaza más<br />

luz que la de la buhardilla de Binet.<br />

Sin embargo, la voluptuosidad de su dolor era incompleta porque no tenía<br />

alrededor de él a nadie con quien compartirla; y hacía visitas a la tía Lefrançois<br />

para poder hablar de ella. Pero la posadera le escuchaba a medias, pues, como<br />

él, estaba apenada, ya que el señor Lheureux acababa de abrir las «Favorites du<br />

Commerce», a Hivert, que gozaba de gran reputación como recadero, exigía un<br />

aumento de sueldo y amenazaba con pasarse a la competencia». Un día en que<br />

Carlos había ido a la feria de Argueil para vender su caballo, su último recurso,<br />

encontró a Rodolfo.<br />

Al verse palidecieron. Rodolfo, que sólo había enviado su tarjeta, balbució<br />

primeramente algunas excusas, después se animó a incluso llegó al descaro<br />

(hacía mucho calor, era el mes de agosto) de invitarle a tomar una botella de<br />

cerveza en la taberna.<br />

Sentado frente a él, masticaba su cigarro sin dejar de charlar, y Carlos se<br />

perdía en ensoñaciones ante aquella cara que ella había amado. Le parecía<br />

volver a ver algo de ella. Era una maravilla. Habría querido ser aquel hombre.<br />

El otro continuaba hablando de cultivos, ganado, abonos, tapando con<br />

frases banales todos los intersticios por donde pudiera deslizarse alguna<br />

alusión. Carlos no le escuchaba; Rodolfo se daba cuenta, y seguía en la<br />

movilidad de su cara el paso de los recuerdos. Aquel rostro se iba enrojeciendo<br />

poco a poco, las aletas de la nariz latían de prisa, los labios temblaban; hubo

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