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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Repitió varias veces:<br />

—No los tienes… Debería haberme ahorrado esta última vergüenza.<br />

¡Nunca me has querido! ¡Eres como los otros!<br />

Emma se traicionaba, se perdía.<br />

Rodolfo la interrumpió, afirmando que él mismo se encontraba apurado de<br />

dinero.<br />

—¡Ah!, ¡te compadezco! —dijo Emma. ¡Sí, muchísimo!…<br />

Y fijándose en una carabina damasquinada que brillaba en la panoplia:<br />

—¡Pero cuando se está tan pobre no se pone plata en la culata de su<br />

escopeta! ¡No se compra un reloj con incrustaciones de concha! —continuaba<br />

ella señalando el reloj de Boulle; ni empuñaduras de plata dorada para sus<br />

látigos— y los tocaba, ni dijes para su reloj. ¡Oh!, ¡nada le falta!, hasta un<br />

portalicores en su habitación; porque tú no te privas de nada, vives bien, tienes<br />

un castillo, granjas, bosques, vas de montería, viajas a París… ¡Eh!, aunque no<br />

fuera más que esto —exclamó ella cogiendo sobre la chimenea sus gemelos de<br />

camisa, que de la menor de estas boberías ¡se puede sacar dinero!… ¡Oh!, ¡no los<br />

quiero, guárdalos!<br />

Y le tiró muy lejos los dos gemelos, cuya cadena de oro se rompió al pegar<br />

contra la pared.<br />

—Pero yo te lo habría dado todo, habría vendido todo, habría trabajado<br />

con mis manos, habría mendigado por las carreteras, por una sonrisa, por una<br />

mirada, por oírte decir: «¡Gracias!». ¿Y tú te quedas ahí tranquilamente en tu<br />

sillón, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante? ¡Sin ti, entérate bien,<br />

habría podido vivir feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo,<br />

me querías, lo decías… Y todavía, hace un momento… ¡Ah!, ¡hubieras hecho<br />

mejor despidiéndome! Tengo las manos calientes de tus besos, y ahí está sobre<br />

la alfombra el sitio donde me jurabas de rodillas un amor eterno. Me lo hiciste<br />

creer: ¡durante dos años me has arrastrado en el sueño más magnífico y más<br />

dulce!… Y mientras, proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!, ¡tu carta, tu carta,<br />

me desgarró el corazón!… ¡Y después, cuando vuelvo a él, a él, que es rico, feliz,<br />

libre, para implorar una ayuda que prestaría el primero que llegara,<br />

suplicándole y ofreciéndole toda mi ternura, me rechaza, porque le costaría tres<br />

mil francos!<br />

—¡No los tengo! —respondió Rodolfo con esa calma perfecta con que se<br />

protegen como si fuera un escudo las cóleras resignadas.<br />

Emma salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba; y volvió a pasar<br />

por la larga avenida tropezando en los montones de hojas caídas que dispersaba<br />

el viento.<br />

Por fin, llegó al foso delante de la verja; se rompió las uñas queriendo abrir<br />

deprisa. Después, cien pasos más adelante, sin aliento, a punto de caer, se paró.<br />

Y entonces, volviendo la vista, percibió otra vez el impasible castillo, con el<br />

parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada.<br />

Se quedó estupefacta, y sin más conciencia de sí misma que el latido de sus<br />

arterias; le parecía oír como una ensordecedora música que se le escapaba y<br />

llenaba los campos. El suelo se hundía bajo sus pies, y los surcos le parecieron<br />

inmensas olas oscuras que se estrellaban.

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