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—¡Tengo miedo! —dijo la niña echándose atrás.<br />
Emma le cogió la mano para besársela; la niña forcejeaba.<br />
—¡Basta!, ¡que la lleven! —exclamó Carlos, que sollozaba en la alcoba.<br />
Después cesaron los síntomas un instante; parecía menos agitada; y a cada<br />
palabra insignificante, a cada respiración un poco más tranquila, Carlos<br />
recobraba esperanzas. Por fin, cuando entró Canivet, se echó en sus brazos<br />
llorando.<br />
—¡Ah!, ¡es usted!, ¡gracias!, ¡qué bueno es! Pero está mejor. ¡Fíjese, mírela!<br />
El colega no fue en absoluto de esta opinión, y yendo al grano, como él<br />
mismo decía, prescribió un vomitivo, a fin de vaciar completamente el<br />
estómago.<br />
Emma no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apretaron más. Tenía los<br />
miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y su pulso se<br />
escapaba como un hilo tenso, como una cuerda de arpa a punto de romperse.<br />
Después empezaba a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, decía<br />
invectivas, le suplicaba que se diese prisa, y rechazaba con sus brazos rígidos<br />
todo lo que Carlos, más agonizante que ella, se esforzaba en hacerle beber. Él<br />
permanecía de pie, con su pañuelo en los labios, como en estertores, llorando y<br />
sofocado por sollozos que lo sacudían hasta los talones. Felicidad recorría la<br />
habitación de un lado para otro; Homais, inmóvil, suspiraba profundamente y el<br />
señor Canivet, conservando siempre su aplomo, empezaba, sin embargo, a<br />
sentirse preocupado.<br />
—¡Diablo!… sin embargo está purgada, y desde el memento en que cesa la<br />
causa…<br />
—El efecto debe cesar —dijo Homais; ¡esto es evidente!<br />
—Pero ¡sálvela! exclamaba <strong>Bovary</strong>.<br />
Por lo que, sin escuchar al farmacéutico, que aventuraba todavía esta<br />
hipótesis: «Quizás es un paroxismo saludable», Canivet iba a administrar triaca<br />
cuando oyó el chasquido de un látigo; todos los cristales temblaron, y una<br />
berlina de posta que iba a galope tendido tirada por tres caballos enfangados<br />
hasta las orejas irrumpió de un salto en la esquina del mercado. Era el doctor<br />
Larivière.<br />
La aparición de un dios no hubiese causado más emoción. <strong>Bovary</strong> levantó<br />
las manos, Canivet se paró en seco y Homais se quitó su gorro griego mucho<br />
antes de que entrase el doctor Larivière.<br />
Pertenecía a la gran escuela quirúrgica del profesor Bichat, a aquella<br />
generación, hoy desaparecida, de médicos filósofos que, enamorados<br />
apasionadamente de su profesión, la ejercían con competencia y acierto. Todo<br />
temblaba en su hospital cuando montaba en cólera, y sus alumnos lo veneraban<br />
de tal modo que se esforzaban, apenas se establecían, en imitarle lo más posible;<br />
de manera que en las ciudades de los alrededores se les reconocía por vestir un<br />
largo chaleco acolchado de merino y una amplia levita negra, cuyas bocamangas<br />
desabrochadas tapaban un poco sus manos carnosas, unas manos muy bellas,<br />
que nunca llevaban guantes, como para estar más prontas a penetrar en las<br />
miserias. Desdeñoso de cruces, títulos y academias, hospitalario, liberal,<br />
paternal con los pobres y practicando la virtud sin creer en ella, habría pasado<br />
por un santo si la firmeza de su talento no lo hubiera hecho temer como a un