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demasiado fuerte, que en otro tiempo, antes de él, ella había amado a alguien,<br />
«no como a ti», replicó rápidamente, jurando por su hija «que no había pasado<br />
nada».<br />
El joven la creyó y, sin embargo, la interrogó para saber lo que hacía aquel<br />
hombre.<br />
—Era capitán de barco, querido.<br />
¿No era esto prevenir toda averiguación y, al mismo tiempo, situarse muy<br />
alto, por esta pretendida fascinación ejercida sobre un hombre que debía ser de<br />
naturaleza belicosa y acostumbrado a hacerse obedecer?<br />
El pasante sintió entonces lo ínfimo de su posición; tuvo envidia de las<br />
charreteras, de las cruces, de los títulos. Todo esto debía de gustarle a ella, él lo<br />
sospechaba por su modo de gastar.<br />
Sin embargo, Emma callaba una multitud de extravagancias, tales como el<br />
deseo de tener, para llevarla a Rouen, un tílburi azul, tirado por un caballo<br />
inglés, y conducido por un cochero, calzado de botas con vueltas. Era Justino<br />
quien le había inspirado ese capricho, suplicándole que lo tomase en su casa<br />
como criado; y si esta privación no atenuaba en cada cita el placer de la llegada,<br />
aumentaba ciertamente la amargura del regreso.<br />
A menudo, cuando hablaban juntos de París, ella terminaba murmurando:<br />
—¡Ah!, ¡qué bien viviríamos allí!<br />
—¿No somos felices? —replicaba dulcemente el joven pasándole la mano<br />
por sus bandós.<br />
—Sí, es cierto —decía ella—, estoy loca; ¡bésame!<br />
Estaba con su marido más encantadora que nunca, le hacía natillas de<br />
pistache y tocaba valses después de cenar. Así que él se sentía entonces el más<br />
afortunado de los mortales, y Emma vivía sin preocupación, cuando una noche,<br />
de pronto:<br />
—¿Es la señorita Lempereur, verdad, quien te da lecciones?<br />
—Sí.<br />
—Bueno, la he visto hace poco, en casa de la señora Liégeard. Le hable de<br />
ti; no te conoce.<br />
Fue como un rayo. Sin embargo, ella replicó con naturalidad:<br />
—¡Ah!, ¿sin duda, había olvidado mi nombre?<br />
—¿Pero quizás hay en Rouen —dijo el médico— varias señoritas<br />
Lempereur que son profesoras de piano?<br />
—¡Es posible!<br />
Después, vivamente:<br />
—Sin embargo, tengo sus recibos, ¡toma, mira!<br />
Y se fue al secreter, buscó en todos los cajones, confundió los papeles y<br />
acabó perdiendo la cabeza de tal modo que Carlos la animó a que no se<br />
preocupase tanto por aquellos miserables recibos.<br />
—¡Oh!, los encontraré —dijo ella.