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pantalón gris, y, en todo tiempo, unas botas bien lustradas que tenían dos<br />
abultamientos paralelos debidos a los juanetes. Ni un solo pelo rebasaba la línea<br />
de su rubia sotabarba que, contorneando la mandíbula, enmarcaba como el<br />
borde de un arriate su larga cara, descolorida, con unos ojos pequeños y una<br />
nariz aguileña. Ducho en todos los juegos de cartas, buen cazador y con una<br />
hermosa letra, tenía en su casa un torno con el que se entretenía en tornear<br />
servilleteros que amontonaba en su casa, con el celo de un artista y el egoísmo<br />
de un burgués.<br />
Se dirigió hacia la salita; pero antes hubo que hacer salir a los tres<br />
molineros; y durante todo el tiempo que invirtieron en ponerle la mesa, Binet<br />
permaneció silencioso en su sitio, cerca de la estufa; después cerró la puerta y se<br />
quitó la gorra como de costumbre.<br />
—No son las cortesías las que le gastarían la lengua —dijo el farmacéutico,<br />
cuando se quedó a solas con la mesonera.<br />
—Nunca habla más —respondió ella—; la semana pasada vinieron aquí dos<br />
viajantes de telas, unos chicos muy simpáticos, que contaban de noche un<br />
montón de chistes que me hicieron llorar de risa; bueno, pues él permanecía allí,<br />
como un sábalo, sin decir ni palabra.<br />
—Sí —dijo el farmacéutico—, ni pizca de imaginación ni ocurrencias, ¡nada<br />
de lo que define al hombre de sociedad!<br />
—Sin embargo, dicen que tiene posibles —objetó la mesonera.<br />
—¿Posibles? —replicó el señor Homais—; ¡él! ¿posibles? Entre los de su<br />
clase es probable —añadió, en un tono más tranquilo.<br />
Y prosiguió:<br />
—¡Ah!, que un comerciante que tiene relaciones considerables, que un<br />
jurisconsulto, un médico, un farmacéutico estén tan absorbidos, que se vuelvan<br />
raros a incluso huraños, lo comprendo; se citan sus ocurrencias en las historias.<br />
¡Pero, al menos, es que piensan en algo! A mí, por ejemplo, cuántas veces me ha<br />
ocurrido buscar mi pluma encima de la mesa para escribir una etiqueta y<br />
comprobar, por fin, que la tenía sobre la oreja.<br />
Entretanto, la señora Lefrançois fue a la puerta a mirar si llegaba «La<br />
Golondrina». Se estremeció. Un hombre vestido de negro entró de pronto en la<br />
cocina. Se distinguía, en los últimos resplandores del crepúsculo, que tenía la<br />
cara rubicunda y el cuerpo atlético.<br />
—¿En qué puedo servirle, señor cura? —preguntó la mesonera al tiempo<br />
que alcanzaba en la chimenea uno de los candeleros de cobre que se<br />
encontraban alineados con sus velas—. ¿Quiere tomar algo?, ¿un dedo de casis,<br />
un vaso de vino?<br />
El eclesiástico rehusó muy cortésmente. Venía a buscar su paraguas, que<br />
había olvidado el otro día en el convento de Ernemont, y, después de haber<br />
rogado a la señora Lefrançois que se lo enviase a la casa rectoral por la noche,<br />
salió para ir a la iglesia, donde tocaban al Ángelus.<br />
Cuando el farmacéutico dejó de oír en la plaza el ruido de los zapatos del<br />
cura, encontró muy inconveniente su conducta de hacía un instante. Ese<br />
rechazo a la invitación de un refresco le parecía una hipocresía de las más<br />
odiosas; los curas comían y bebían todos con exceso sin que los vieran, y<br />
trataban de volver a los tiempos de los diezmos.