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Gustave Flaubert Madame Bovary

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demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturíes, penetraba directamente en<br />

el alma y desarticulaba toda mentira a través de los alegatos y los pudores. Y así<br />

andaba por la vida lleno de esa majestad bonachona que dan la conciencia de un<br />

gran talento, la fortuna y cuarenta años de una vida laboriosa a irreprochable.<br />

Frunció el ceño desde la puerta al percibir el aspecto cadavérico de Emma,<br />

tendida sobre la espalda, con la boca abierta. Después, aparentando escuchar a<br />

Canivet, se pasaba el índice bajo las aletas de la nariz y repetía:<br />

—Bueno, bueno.<br />

Pero hizo un gesto lento con los hombros. <strong>Bovary</strong> lo observó: se miraron; y<br />

aquel hombre, tan habituado, sin embargo, a ver los dolores, no pudo retener<br />

una lágrima que cayó sobre la chorrera de su camisa.<br />

Quiso llevar a Canivet a la habitación contigua. Carlos lo siguió.<br />

—Está muy mal, ¿verdad? ¿Si le pusiéramos unos sinapismos?, ¡qué sé yo!<br />

¡Encuentre algo, usted que ha salvado a tantos!<br />

Carlos le rodeaba el cuerpo con sus dos brazos, y lo contemplaba de un<br />

modo asustado, suplicante, medio abatido contra su pecho.<br />

—Vamos, muchacho, ¡ánimo! Ya no hay nada que hacer.<br />

Y el doctor Larivière apartó la vista.<br />

—¿Se marcha usted?<br />

—Voy a volver.<br />

Salió como para dar una orden a su postillón con el señor Canivet, que<br />

tampoco tenía interés por ver morir a Emma entre sus manos.<br />

El farmacéutico se les unió en la plaza. No podía, por temperamento,<br />

separarse de la gente célebre. Por eso conjuró al señor Larivière que le hiciese el<br />

insigne honor de aceptar la invitación de almorzar.<br />

Inmediatamente marcharon a buscar pichones al «Lion d'Or»; todas las<br />

chuletas que había en la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevos a casa de<br />

Lestiboudis, y el boticario en persona ayudaba a los preparativos mientras que<br />

la señora Homais decía, estirando los cordones de su camisola:<br />

—Usted me disculpará, señor, pues en nuestro pobre país si no se avisa la<br />

víspera…<br />

—¡Las copas! —sopló Homais.<br />

—Al menos si estuviéramos en la ciudad tendríamos la solución de las<br />

manos de cerdo rellenas.<br />

—¡Cállate!… ¡A la mesa, doctor!<br />

Le pareció bien, después de los primeros bocados, dar algunos detalles<br />

sobre la catástrofe:<br />

—Al principio se presentó una sequedad en la faringe, después dolores<br />

insoportables en el epigastrio, grandes evacuaciones.<br />

—¿Y cómo se ha envenenado?<br />

—No lo sé, doctor, y ni siquiera sé muy bien dónde ha podido procurarse<br />

ese ácido arsenioso.<br />

Justino, que llegaba entonces con una pila de platos, empezó a temblar.<br />

—¿Qué tienes? —dijo el farmacéutico.

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