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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Entonces, para distraerle, Homais creyó conveniente hablar un poco de<br />

horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de<br />

aprobación.<br />

—Además, ahora van a volver los días buenos.<br />

—¡Ah! —dijo <strong>Bovary</strong>.<br />

El boticario, agotadas sus ideas, se puso a separar suavemente los visillos<br />

de la vidriera.<br />

—¡Mire!, allí va el señor Tuvache.<br />

Carlos repitió como una máquina.<br />

—Allí va el señor Tuvache.<br />

Homais no se atrevió a hablarle otra vez de los preparativos fúnebres; fue<br />

el eclesiástico quien vino allí a resolverlo.<br />

Carlos se encerró en su gabinete, tomó una pluma, y, después de haber<br />

sollozado algún tiempo, escribió.<br />

«Quiero que la entierren con su traje de boda, con unos zapatos blancos,<br />

una corona. Le extenderán el pelo sobre los hombros; tres ataúdes, uno de roble,<br />

uno de caoba, uno de plomo. Que nadie me diga nada, tendré valor. Le pondrán<br />

por encima de todo una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi voluntad. Que<br />

se cumpla».<br />

Aquellos señores se extrañaron mucho de las ideas novelescas de <strong>Bovary</strong>, y<br />

enseguida el farmacéutico fue a decirle:<br />

—Ese terciopelo me parece una redundancia. Además, el gasto…<br />

—¿Y a usted qué le importa? —exclamó Carlos. ¡Déjeme en paz!, ¡usted no<br />

la quería! ¡Márchese!<br />

El eclesiástico lo tomó por el brazo para hacerle dar un paseo por la huerta.<br />

Hablaba sobre la vanidad de las cosas terrestres. Dios era muy grande, muy<br />

bueno; debíamos someternos sin rechistar a sus decretos, incluso darle gracias.<br />

Carlos prorrumpió en blasfemias.<br />

—¡Detesto al Dios de ustedes!<br />

—El espíritu de rebelión no le ha dejado todavía —suspiró el eclesiástico.<br />

<strong>Bovary</strong> estaba lejos. Caminaba a grandes pasos, a lo largo de la pared,<br />

cerca del espaldar, y rechinaba los dientes, levantaba al cielo miradas de<br />

maldición, pero ni una sola hoja se movió.<br />

Caía una fría lluvia, Carlos, que tenía el pecho descubierto, comenzó a<br />

tiritar; entró a sentarse en la cocina.<br />

A las seis se oyó un ruido de chatarra en la plaza: era «La Golondrina» que<br />

llegaba; y Carlos permaneció con la frente pegada a los cristales viendo bajar a<br />

los viajeros unos detrás de otros. Felicidad le extendió un colchón en el salón,<br />

Carlos se echó encima y se quedó dormido.<br />

Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los muertos. Por eso, sin<br />

guardar rencor al pobre Carlos, volvió por la noche a velar el cadáver, llevando<br />

consigo tres libros y un portafolios para tomar notas.<br />

El señor Bournisien se encontraba allí, y dos grandes cirios ardían en la<br />

cabecera de la cama, que habían sacado fuera de la alcoba.

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