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Entonces, para distraerle, Homais creyó conveniente hablar un poco de<br />
horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de<br />
aprobación.<br />
—Además, ahora van a volver los días buenos.<br />
—¡Ah! —dijo <strong>Bovary</strong>.<br />
El boticario, agotadas sus ideas, se puso a separar suavemente los visillos<br />
de la vidriera.<br />
—¡Mire!, allí va el señor Tuvache.<br />
Carlos repitió como una máquina.<br />
—Allí va el señor Tuvache.<br />
Homais no se atrevió a hablarle otra vez de los preparativos fúnebres; fue<br />
el eclesiástico quien vino allí a resolverlo.<br />
Carlos se encerró en su gabinete, tomó una pluma, y, después de haber<br />
sollozado algún tiempo, escribió.<br />
«Quiero que la entierren con su traje de boda, con unos zapatos blancos,<br />
una corona. Le extenderán el pelo sobre los hombros; tres ataúdes, uno de roble,<br />
uno de caoba, uno de plomo. Que nadie me diga nada, tendré valor. Le pondrán<br />
por encima de todo una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi voluntad. Que<br />
se cumpla».<br />
Aquellos señores se extrañaron mucho de las ideas novelescas de <strong>Bovary</strong>, y<br />
enseguida el farmacéutico fue a decirle:<br />
—Ese terciopelo me parece una redundancia. Además, el gasto…<br />
—¿Y a usted qué le importa? —exclamó Carlos. ¡Déjeme en paz!, ¡usted no<br />
la quería! ¡Márchese!<br />
El eclesiástico lo tomó por el brazo para hacerle dar un paseo por la huerta.<br />
Hablaba sobre la vanidad de las cosas terrestres. Dios era muy grande, muy<br />
bueno; debíamos someternos sin rechistar a sus decretos, incluso darle gracias.<br />
Carlos prorrumpió en blasfemias.<br />
—¡Detesto al Dios de ustedes!<br />
—El espíritu de rebelión no le ha dejado todavía —suspiró el eclesiástico.<br />
<strong>Bovary</strong> estaba lejos. Caminaba a grandes pasos, a lo largo de la pared,<br />
cerca del espaldar, y rechinaba los dientes, levantaba al cielo miradas de<br />
maldición, pero ni una sola hoja se movió.<br />
Caía una fría lluvia, Carlos, que tenía el pecho descubierto, comenzó a<br />
tiritar; entró a sentarse en la cocina.<br />
A las seis se oyó un ruido de chatarra en la plaza: era «La Golondrina» que<br />
llegaba; y Carlos permaneció con la frente pegada a los cristales viendo bajar a<br />
los viajeros unos detrás de otros. Felicidad le extendió un colchón en el salón,<br />
Carlos se echó encima y se quedó dormido.<br />
Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los muertos. Por eso, sin<br />
guardar rencor al pobre Carlos, volvió por la noche a velar el cadáver, llevando<br />
consigo tres libros y un portafolios para tomar notas.<br />
El señor Bournisien se encontraba allí, y dos grandes cirios ardían en la<br />
cabecera de la cama, que habían sacado fuera de la alcoba.