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—Vendrá enseguida —respondió.<br />
En efecto, la puerta de la casa rectoral rechinó, apareció el padre<br />
Bournisien, los niños escaparon en pelotón a la iglesia.<br />
—¡Esos granujas! —murmuró el eclesiástico—, siempre igual.<br />
Y recogiendo un catecismo todo hecho trizas que acababa de pisar:<br />
—¡Ésos no respetan nada!<br />
Pero, tan pronto vio a <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>, dijo.<br />
—Perdón, no la reconocía.<br />
Metió el catecismo en el bolsillo y se paró mientras seguía moviendo entre<br />
dos dedos la pesada llave de la sacristía.<br />
El resplandor del sol poniente que le daba de lleno en la cara palidecía la<br />
tela de su sotana, brillante en los codos, deshilachada por abajo. Manchas de<br />
grasa y de tabaco seguían sobre su ancho pecho la línea de los pequeños<br />
botones, y aumentaban al alejarse de su alzacuello, en el que descansaban los<br />
pliegues abundantes de su piel roja; estaba salpicada de manchas amarillas que<br />
desaparecían entre los nudos de la barba entrecana. Acababa de cenar y<br />
respiraba ruidosamente.<br />
—¿Cómo está usted? —le preguntó él.<br />
—Mal —contesto Emma; no me encuentro bien.<br />
—Bueno, yo tampoco —replicó el eclesiástico—. Estos primeros calores,<br />
¿verdad?, le dejan a uno aplanado de una manera extraña. ¿En fin, qué quiere<br />
usted? Hemos nacido para sufrir, como dice San Pablo. Pero, ¿qué piensa de<br />
esto el señor <strong>Bovary</strong>?<br />
—¡El! —exclamó Emma con un gesto de desdén.<br />
—¡Cómo! —replicó el buen hombre muy extrañado—, ¿no le receta algo?<br />
—¡Ah!, no son las medicinas de la tierra lo que necesitaría.<br />
Pero el cura, de vez en cuando, echaba una ojeada a la iglesia donde todos<br />
los chiquillos arrodillados se empujaban con el hombro y caían como castillos de<br />
naipes.<br />
—Quisiera saber… —continuó Emma.<br />
—¡Aguarda, aguarda, Riboudet —gritó el eclesiástico con voz enfadada—,<br />
te voy a calentar las orejas, tunante!<br />
Después, volviéndose a Emma:<br />
—Es el hijo de Boudet, el encofrador; sus padres son acomodados y le<br />
consienten hacer sus caprichos. Sin embargo, aprendería pronto si quisiera,<br />
porque es muy inteligente. Y yo a veces, de broma, le llamo Riboudet, como la<br />
cuesta que se toma para ir a Maromme, a incluso le digo: mont Riboudet. ¡Ah!<br />
¡Ah! ¡Mont Riboudet! El otro día le conté esto a monseñor, y se rió… se dignó<br />
reírse. Y el señor <strong>Bovary</strong>, ¿cómo está?<br />
Ella parecía no oír. El cura continuó:<br />
—Sigue muy ocupado, sin duda. Porque él y yo somos ciertamente las dos<br />
personas de la parroquia que más trabajo tenemos. Pero él es el médico de los<br />
cuerpos, añadió con una risotada, y yo lo soy de las almas.<br />
—Sí… —dijo—, usted alivia todas las penas.