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Gustave Flaubert Madame Bovary

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intermitentes en la siega, pero, en resumen, pocas cosas graves, nada especial<br />

que notar, a no ser muchas escrófulas, que se deben, sin duda, a las deplorables<br />

condiciones higiénicas de nuestra vivienda campesina. ¡Ah!, tendrá que<br />

combatir muchos prejuicios, señor <strong>Bovary</strong>; muchas terquedades de la rutina,<br />

con las que se estrellarán cada día todos los esfuerzos de su ciencia; pues todavía<br />

se recurre a novenas, a las reliquias, al cura antes que ir naturalmente al médico<br />

o al farmacéutico. El clima, sin embargo, no puede decirse que sea malo a<br />

incluso contamos en el municipio algunos nonagenarios. El termómetro, yo lo<br />

he observado, baja en invierno hasta cuatro grados, y en la estación fuerte llega<br />

a veinticinco, treinta grados centígrados a lo sumo, lo que nos da veinticuatro<br />

Réaumur al máximo, o de otro modo cincuenta y cuatro Fahrenheit, medida<br />

inglesa, ¡no más!, y, en efecto, estamos abrigados de los vientos del Norte por el<br />

bosque de Argueil por una parte; de los vientos del Oeste por la cuesta de San<br />

Juan, por la otra; y este calor, sin embargo, que a causa del vapor de agua<br />

desprendido por el río y la presencia considerable de animales en las praderas,<br />

los cuales exhalan, como usted sabe, mucho amoniaco, es decir, nitrógeno,<br />

hidrógeno y oxígeno, no, nitrógeno a hidrógeno solamente, y que absorbiendo el<br />

humus de la tierra, confundiendo todas estas emanaciones diferentes,<br />

reuniéndolas en un manojo, por así decirlo, y combinándose por sí mismas con<br />

la electricidad extendida en la atmósfera, cuando la hay, podría a la larga, como<br />

en los países tropicales, engendrar miasmas insalubres; este calor, digo, se<br />

encuentra precisamente templado del lado de donde viene, o más bien, de<br />

donde vendría, es decir, no del lado sur, por los vientos del Sudeste, los cuales,<br />

habiéndose refrescado por sí mismos al pasar sobre el Sena, nos llegan a veces<br />

de repente como brisas de Rusia.<br />

—¿Tienen ustedes al menos paseos interesantes por los alrededores? —<br />

continuaba <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> hablando al joven pasante.<br />

—¡Oh!, muy pocos —contestó él—. Hay un sitio que se llama la Pâture, en<br />

lo alto de la cuesta, en la linde del bosque. Algunas veces, los domingos voy allí y<br />

me quedo con un libro contemplando la puesta del sol.<br />

—No encuentro nada tan admirable —replicó ella— como las puestas de<br />

sol; pero, sobre todo, a la orilla del mar.<br />

—¡Oh!, yo soy un enamorado del mar.<br />

—Y además, ¿no le parece —replicó <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>— que el espíritu boga<br />

más libremente sobre esa extensión ilimitada, cuya contemplación eleva el alma<br />

y sugiere ideas de infinito, de ideal?<br />

—Pasa lo mismo con los paisajes de montañas —repuso León—. Tengo un<br />

primo que viajó por Suiza el año pasado, y me decía que uno no puede figurarse<br />

la poesía de los lagos, el encanto de las cascadas, el efecto gigantesco de los<br />

glaciares. Se ven pinos de un tamaño increíble atravesados en los torrentes,<br />

chozas colgadas sobre precipicios, y, a mil pies por debajo de uno, valles enteros<br />

cuando se entreabren las nubes. ¡Estos espectáculos deben entusiasmar,<br />

predisponer a la oración, al éxtasis! Por eso ya no me extraña de aquel músico<br />

célebre que, para excitar mejor su imaginación, acostumbraba a ir a tocar el<br />

piano delante de algún paraje grandioso.<br />

—¿Toca usted algún instrumento? —preguntó ella.<br />

—No, pero me gusta mucho la música —respondió él.

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