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Capítulo X<br />
Poco a poco, estos temores de Rodolfo se apoderaron también de ella. Al<br />
principio el amor la había embriagado y nunca había pensado más allá. Pero<br />
ahora que le era indispensable en su vida, temía perder algo de este amor, o<br />
incluso que se viese perturbado. Cuando volvía de casa de Rodolfo echaba<br />
miradas inquietas alrededor, espiando cada forma que pasaba por el horizonte y<br />
cada buhardilla del pueblo desde donde pudieran verla. Escuchaba los pasos, los<br />
gritos, el ruido de los arados; y se paraba más pálida y más trémula que las hojas<br />
de los álamos que se balanceaban sobre su cabeza.<br />
Una mañana que regresaba de esta manera, creyó distinguir de pronto el<br />
largo cañón de una carabina que parecía apuntarle. Sobresalía oblicuamente de<br />
un pequeño tonel, medio hundido entre la hierba a orilla de una cuneta. Emma,<br />
a punto de desfallecer de terror, siguió adelante a pesar de todo, y un hombre<br />
salió del tonel como esos diablos que salen del fondo de las cajitas disparados<br />
por un muelle. Llevaba unas polainas sujetas hasta las rodillas, la gorra hundida<br />
hasta los ojos, sus labios tiritaban de frío y tenía la nariz roja. Era el capitán<br />
Binet al acecho de los patos salvajes.<br />
—¡Tenía usted que haber hablado de lejos! —exclamó él—. Cuando se ve<br />
una escopeta siempre hay que avisar.<br />
El recaudador con esto trataba de disimular el miedo que acababa de<br />
pasar; pues como una orden gubernativa prohibía cazar patos si no era en barca,<br />
el señor Binet, a pesar de su respeto a las leyes, se encontraba en infracción. Por<br />
eso a cada instante le parecía oír los pasos del guarda rural. Pero esta<br />
preocupación excitaba su placer, y, completamente solo en su tonel, se<br />
congratulaba de su felicidad y de su malicia.<br />
Al ver a Emma, pareció aliviado de un gran peso, y enseguida entabló<br />
conversación:<br />
—No hace calor que digamos, ¡pica!<br />
Emma no contestó nada. Binet continuó:<br />
—¿Ha salido usted muy temprano?<br />
—Sí —dijo ella balbuceando; vengo de casa de la nodriza que cría a mi hija.<br />
—¡Ah!, ¡muy bien!, ¡muy bien! Yo, tal como me ve, desde el amanecer estoy<br />
aquí; pero el tiempo está tan sucio que a menos de tener la caza justo en la<br />
misma punta de la nariz…<br />
—Buenas noches, señor Binet —interrumpió ella dando media vuelta.<br />
—Servidor, señora —respondió él en tono seco.<br />
—Y volvió a su tonel.<br />
Emma se arrepintió de haber dejado tan bruscamente al recaudador. Sin<br />
duda, él iba a hacer conjeturas desfavorables. El cuento de la nodriza era la peor<br />
excusa, pues todo el mundo sabía bien en Yonville que la pequeña <strong>Bovary</strong> desde<br />
hacía un año había vuelto a casa de sus padres. Además, nadie vivía en los<br />
alrededores; aquel camino sólo llevaba a la Huchette; Binet había adivinado,<br />
pues, de dónde venía, y no callaría, hablaría, estaba segura. Ella permaneció