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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin pensar en su bata de casa.<br />

—Por favor, quédese, ¡la quiero!<br />

La cogió por la cintura.<br />

Una oleada de púrpura subió enseguida a la cara de <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>. Se<br />

echó hacia atrás con una cara de espanto:<br />

—¡Usted se aprovecha descaradamente de mi desgracia, señor! Soy digna<br />

de lástima, pero no me vendo.<br />

Y salió.<br />

El notario quedó estupefacto, con los ojos fijos en sus bonitas zapatillas<br />

bordadas. Eran un regalo del amor. Aquella contemplación le sirvió, por fin, de<br />

consuelo. Además, pensaba que una aventura semejante le habría llevado muy<br />

lejos.<br />

—¡Qué miserable!, ¡qué grosero!, ¡qué infame! —se decía ella, huyendo con<br />

paso nervioso bajo los álamos de la carretera. La decepción del fracaso reforzaba<br />

la indignación de su pudor ultrajado; le parecía que la Providencia se obstinaba<br />

en perseguirla, y realzando su amor propio, nunca había tenido tanta estima por<br />

sí misma ni canto desprecio por los demás. Un algo belicoso la ponía fuera de sí.<br />

Habría querido pegar a los hombres, escupirles en la cara, triturarlos a todos; y<br />

continuaba caminando rápidamente hacia adelante, pálida, temblorosa, furiosa,<br />

escudriñando con los ojos en lágrimas el horizonte vacío, y como deleitándose<br />

en el odio que la ahogaba.<br />

Cuando divisó su casa, se apoderó de ella una especie de embotamiento.<br />

No podía seguir caminando; sin embargo, era preciso; por otra parte, ¿adónde<br />

huir?<br />

Felicidad la esperaba a la puerta.<br />

—¿Y qué?<br />

—¡No! —dijo Emma.<br />

Y durante un cuarto de hora las dos estuvieron pasando revista a las<br />

diferentes personas de Yonville que acaso estarían dispuestas a acudir en su<br />

ayuda. Pero cada vez que Felicidad nombraba a alguien. Emma replicaba:<br />

—¡Es posible! ¡No querrán!<br />

—¡Y el señor que va a regresar!<br />

—Ya lo sé… Déjame sola.<br />

Lo había probado todo. Ya no había nada que hacer ahora; y cuando<br />

llegara Carlos ella le diría:<br />

—Retírate. Esa alfombra sobre la que caminas ya no es nuestra. De tu casa<br />

ya no te queda ni un mueble ni un alfiler ni una paja, y soy yo quien lo ha<br />

arruinado, ¡infeliz!<br />

Entonces habría un gran sollozo, después él lloraría abundantemente y,<br />

por fin, pasada la sorpresa, la perdonaría.<br />

—Sí —murmuraba rechinando los dientes, me perdonará, él, que con un<br />

millón que me ofreciera, no tendría bastante para que yo le perdonara el<br />

haberme conocido… ¡jamás!, ¡jamás!<br />

Esta idea de la superioridad de <strong>Bovary</strong> sobre ella la exasperaba. Además,<br />

confesara o no inmediatamente, luego, mañana, él no dejaría de enterarse de la

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