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Gustave Flaubert Madame Bovary

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desanimó; y a aquéllos que pudo encontrar les pedía dinero, asegurando que le<br />

hacía falta, que se lo devolvería. Algunos se le rieron en la cara, todos la<br />

rechazaron.<br />

A las dos corrió a ver a León, llamó a su puerta. No abrieron. Por fin<br />

apareció.<br />

—¿Qué te trae por aquí?<br />

—¿Te molesta?<br />

—No…, pero…<br />

Y él le confesó que al propietario no le gustaba que se recibiese a<br />

«mujeres». Entonces cogió su llave. Emma lo detuvo.<br />

—¡Oh!, no, allá, en nuestra Casa.<br />

Y fueron a su habitación, en el «Hôtel de Boulogne».<br />

Al llegar ella bebió un gran vaso de agua. Estaba muy pálida. Le dijo:<br />

—León, me vas a hacer un favor.<br />

Y sacudiéndolo por las dos manos, que le apretaba fuertemente, añadió:<br />

—¡Escucha, necesito ocho mil francos!<br />

—¡Pero tú estás loca!<br />

—¡Todavía no!<br />

Y enseguida, contando la historia del embargo, le expresó su angustia,<br />

pues Carlos lo ignoraba todo, su suegra la detestaba, el tío Rouault no podía<br />

hacer nada; pero él, León, iba a ponerse en marcha para encontrar aquella<br />

cantidad indispensable.<br />

—¿Cómo quieres que…?<br />

—¡Qué cobarde estás hecho! exclamó ella.<br />

Entonces él dijo tontamente:<br />

—¡Tú desorbitas las cosas! Quizás con un millar de escudos tu buen<br />

hombre se calmaría.<br />

Razón de más para intentar alguna gestión, era imposible que no se<br />

encontrasen tres mil francos. Además, León podía salir de fiador.<br />

—¡Vete!, ¡prueba!, ¡es preciso!, ¡corre…! ¡Oh!, ¡inténtalo!, ¡prueba!, te<br />

querré mucho.<br />

Él salió, volvió al cabo de una hora, y dijo con una cara solemne:<br />

—He visitado a tres personas… ¡inútilmente!<br />

Después se quedaron sentados, uno en frente del otro, en los dos rincones<br />

de la chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y<br />

pataleaba. Él la oyó murmurar:<br />

—Si estuviera en tu puesto, ya lo creo que los encontraría.<br />

—¿Dónde?<br />

—En tu despacho.<br />

Y se quedó mirándole.<br />

Una audacia infernal se escapaba de sus pupilas encendidas, y los<br />

párpados se entornaban de una forma lasciva a incitante, de tal modo que el<br />

joven se sintió ablandar bajo la muda voluntad de aquella mujer que le

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