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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Capítulo VII<br />

Estuvo estoica al día siguiente cuando el Licenciado Hareng, el alguacil,<br />

con dos testigos, se presentó en su casa para levantar acta del embargo.<br />

Comenzaron por el despacho de <strong>Bovary</strong> y no registraron la cabeza<br />

frenológica, que fue considerada como «instrumento de su profesión»; pero<br />

contaron en la cocina los platos, las ollas, las sillas, los candelabros, y, en su<br />

dormitorio, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la<br />

ropa interior, el tocador; y su existencia fue apareciendo, hasta en sus rincones<br />

más íntimos, como un cadáver al que hacen la autopsia, expuesta, mostrada con<br />

todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.<br />

El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata<br />

blanca y con trabillas muy estiradas, repetía de vez en cuando:<br />

—¿Me permite, señora?, ¿me permite?<br />

Frecuentemente hacía exclamaciones:<br />

—¡Precioso!… ¡muy bonito!<br />

Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que<br />

sujetaba con la mano izquierda.<br />

Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.<br />

Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo.<br />

Hubo que abrirlo.<br />

—¡Ah!, una correspondencia —dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa<br />

discreta—. Pero permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo<br />

más.<br />

E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones.<br />

Entonces ella se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos<br />

como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había<br />

latido.<br />

Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese<br />

al acecho para desviar a <strong>Bovary</strong>; a instalaron rápidamente bajo el tejado al<br />

guardián del embargo, que juró no moverse de allí.<br />

Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una<br />

mirada llena de angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara.<br />

Después, cuando volvía su mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a<br />

las amplias cortinas, a los sillones, en fin, a todas las cosas que habían<br />

endulzado la amargura de su vida, le entraba un remordimiento, o más bien una<br />

pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de aniquilarla. Carlos atizaba el<br />

fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la chimenea.<br />

Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite,<br />

hizo un poco de ruido.<br />

—¿Andan por arriba? —dijo Carlos.<br />

—No —contestó ella—, es una buhardilla que ha quedado abierta y que<br />

mueve el viento.<br />

A día siguiente, domingo, Emma fue a Rouen a visitar a todos los<br />

banqueros cuyo nombre conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se

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