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Capítulo VII<br />
Estuvo estoica al día siguiente cuando el Licenciado Hareng, el alguacil,<br />
con dos testigos, se presentó en su casa para levantar acta del embargo.<br />
Comenzaron por el despacho de <strong>Bovary</strong> y no registraron la cabeza<br />
frenológica, que fue considerada como «instrumento de su profesión»; pero<br />
contaron en la cocina los platos, las ollas, las sillas, los candelabros, y, en su<br />
dormitorio, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la<br />
ropa interior, el tocador; y su existencia fue apareciendo, hasta en sus rincones<br />
más íntimos, como un cadáver al que hacen la autopsia, expuesta, mostrada con<br />
todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.<br />
El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata<br />
blanca y con trabillas muy estiradas, repetía de vez en cuando:<br />
—¿Me permite, señora?, ¿me permite?<br />
Frecuentemente hacía exclamaciones:<br />
—¡Precioso!… ¡muy bonito!<br />
Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que<br />
sujetaba con la mano izquierda.<br />
Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.<br />
Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo.<br />
Hubo que abrirlo.<br />
—¡Ah!, una correspondencia —dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa<br />
discreta—. Pero permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo<br />
más.<br />
E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones.<br />
Entonces ella se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos<br />
como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había<br />
latido.<br />
Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese<br />
al acecho para desviar a <strong>Bovary</strong>; a instalaron rápidamente bajo el tejado al<br />
guardián del embargo, que juró no moverse de allí.<br />
Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una<br />
mirada llena de angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara.<br />
Después, cuando volvía su mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a<br />
las amplias cortinas, a los sillones, en fin, a todas las cosas que habían<br />
endulzado la amargura de su vida, le entraba un remordimiento, o más bien una<br />
pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de aniquilarla. Carlos atizaba el<br />
fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la chimenea.<br />
Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite,<br />
hizo un poco de ruido.<br />
—¿Andan por arriba? —dijo Carlos.<br />
—No —contestó ella—, es una buhardilla que ha quedado abierta y que<br />
mueve el viento.<br />
A día siguiente, domingo, Emma fue a Rouen a visitar a todos los<br />
banqueros cuyo nombre conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se