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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Después colgó los cheminota en las mallas de la red y se quedó con la<br />

cabeza descubierta y los brazos cruzados en una actitud pensativa y<br />

napoleónica.<br />

Pero cuando el ciego, como de costumbre, apareció al pie de la cuesta,<br />

Homais exclamó:<br />

—No comprendo cómo la autoridad sigue tolerando cosas tan vergonzosas.<br />

Deberían encerrar a esos desgraciados y obligarlos a hacer algún trabajo. El<br />

progreso, palabra de honor, va a paso de tortuga. Estamos chapoteando en<br />

plena barbarie.<br />

El ciego tendía su sombrero, que se bamboleaba al lado de la puerta del<br />

coche como si fuera una bolsa de la tapicería desclavada.<br />

—¡Ahí tiene —dijo el farmacéutico— una afección escrofulosa!<br />

Y aunque conocía a aquel pobre diablo, fingió que lo veía por primera vez,<br />

murmuró las palabras de «córnea, córnea opaca, esclerótica, facies»; después le<br />

preguntó en un tono paternal.<br />

—¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que tienes esa espantosa enfermedad?<br />

En lugar de emborracharte en la taberna más te valdría seguir un régimen.<br />

Le aconsejaba que tomase buen vino, buena cerveza, buenos asados. El<br />

ciego continuaba su canción; por otra parte, parecía casi idiota. Por fin, el señor<br />

Homais abrió la bolsa.<br />

—Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos ochavos; no olvides mis<br />

consejos, te encontrarás mucho mejor.<br />

Hivert se permitió en voz alta expresar dudas sobre su eficacia. Pero el<br />

boticario certificó que le curaría él mismo con una pomada antiflogística<br />

compuesta por él, y le dio sus señas:<br />

—Señor Homais, cerca del mercado, suficientemente conocido.<br />

—Bueno, en premio —dijo Hivert—, vas a hacernos la comedia.<br />

El ciego se desplomó sobre sus piernas, y echando hacia atrás la cabeza al<br />

tiempo que giraba sus ojos verdosos y sacaba la lengua, se frotaba el estómago<br />

con las dos manos, mientras que daba una especie de aullido sordo, como un<br />

perro hambriento. Emma, llena de asco, le envió por encima del hombro una<br />

moneda de cinco francos. Era toda su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así.<br />

Ya el coche había arrancado de nuevo cuando de pronto el señor Homais<br />

se asomó a la ventanilla y gritó:<br />

—Nada de farináceos ni de lacticinios. Ropa interior de lana y vapores de<br />

bayas de enebro en las partes enfermas.<br />

El espectáculo de los objetos conocidos que desfilaban ante sus ojos poco a<br />

poco distraía a Emma de su dolor presente. Una insoportable fatiga la<br />

abrumaba, y llegó a su casa alelada, desanimada, casi dormida.<br />

—¡Sea lo que Dios quiera! —se decía.<br />

Y además, ¿quién sabe?, ¿por qué de un momento a otro no podría surgir<br />

un acontecimiento extraordinario? El mismo Lheureux podía morir.<br />

A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había<br />

una aglomeración alrededor del mercado para leer un gran cartel pegado en uno<br />

de los postes, y vio a Justino que subía a un guardacantón y que rompía el<br />

cartel. Pero en este momento el guarda rural le puso la mano en el cuello. El

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