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Gustave Flaubert Madame Bovary

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el torno. Emma, apoyada en el vano de la buhardilla, releía la carta con risas de<br />

cólera. Pero cuanta mayor atención ponía en ello, más se confundían sus ideas.<br />

Le volvía a ver, le escuchaba, le estrechaba con los dos brazos; y los latidos del<br />

corazón, que la golpeaban bajo el pecho como grandes golpes de ariete, se<br />

aceleraban sin parar, a intervalos desiguales. Miraba a su alrededor con el deseo<br />

de que se abriese la tierra. ¿Por qué no acabar de una vez? ¿Quién se lo<br />

impedía? Era libre. Y se adelantó, miró al pavimento diciéndose:<br />

—¡Vamos!, ¡vamos!<br />

El rayo de luz que subía directamente arrastraba hacia el abismo el peso de<br />

su cuerpo. Le parecía que el suelo de la plaza, oscilante, se elevaba a lo largo de<br />

las paredes, y que el techo de la buhardilla se inclinaba por la punta, a la manera<br />

de un barco que cabecea. Ella se mantenía justo a la orilla, casi colgada, rodeada<br />

de un gran espacio. El azul del cielo la invadía, el aire circulaba en su cabeza<br />

hueca, sólo le faltaba ceder, dejarse llevar, y el ronquido del torno no cesaba,<br />

como una voz furiosa que la llamaba.<br />

—¡Mujer!, ¡mujer! —gritó Carlos.<br />

Emma se paró.<br />

—Pero ¿dónde estás? ¡Vente!<br />

La idea de que acababa de escapar a la muerte estuvo a punto de hacerle<br />

desvanecerse de terror; cerró los ojos; después se estremeció al contacto de una<br />

mano en su manga; era Felicidad.<br />

—El señor la espera, señora; la sopa está servida.<br />

¡Y hubo que bajar!, ¡y hubo que sentarse a la mesa!<br />

Intentó comer. Los bocados le ahogaban. Entonces desplegó su servilleta<br />

como para examinar los zurcidos, y quiso realmente aplicarse a ese trabajo,<br />

contar los hilos de la tela. De pronto, le asaltó el recuerdo de la carta. ¿La había<br />

perdido? ¿Dónde encontrarla? Pero ella sentía tal cansancio en su espíritu que<br />

no fue capaz de inventar un pretexto para levantarse de la mesa. Además se<br />

había vuelto cobarde; tenía miedo a Carlos; él lo sabía todo, seguramente. En<br />

efecto, pronunció estas palabras, de un modo especial:<br />

—Según parece, tardaremos en volver a ver al señor Rodolfo.<br />

—¿Quién te lo ha dicho? —dijo ella sobresaltada.<br />

—¿Quién me lo ha dicho? —replicó él, un poco sorprendido por este tono<br />

brusco—; Girard, a quien he encontrado hace un momento a la puerta del «Café<br />

Francés». Ha salido de viaje o va a salir. Ella dejó escapar un sollozo.<br />

—¿Qué es lo que te extraña? Se ausenta así de vez en cuando para<br />

distraerse, y, ¡a fe mía!, yo lo apruebo. ¡Cuando se tiene fortuna y se está<br />

soltero!… Por lo demás, nuestro amigo se divierte a sus anchas, es un bromista.<br />

El señor Langlois me ha contado…<br />

Él se calló por discreción, pues entraba la criada.<br />

Felicidad volvió a poner en el cesto los albaricoques esparcidos por el<br />

aparador; Carlos, sin notar el color rojo de la cara de su mujer, pidió que se los<br />

trajeran, tomó uno y lo mordió.<br />

—¡Oh!, ¡perfecto! —exclamó—. Toma, prueba.<br />

Y le tendió la canastilla, que ella rechazó suavemente.<br />

—Huele: ¡qué olor! —dijo él pasándosela delante de la nariz varias veces.

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