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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—No —dijo León.<br />

Y primeramente dio una vuelta por las naves laterales. Después fue a mirar<br />

a la plaza. Emma no llegaba. Volvió de nuevo hasta el coro.<br />

La nave se reflejaba en las pilas llenas de agua bendita, con el arranque de<br />

las ojivas y algunas porciones de vidriera. Pero el reflejo de las pinturas,<br />

quebrándose al borde del mármol, continuaba más lejos, sobre las losas, como<br />

una alfombra abigarrada. La claridad del exterior se prolongaba en la iglesia, en<br />

tres rayos enormes, por los tres pórticos abiertos. De vez en cuando, al fondo<br />

pasaba un sacristán haciendo ante el altar la oblicua genuflexión de los devotos<br />

apresurados. Las arañas de cristal colgaban inmóviles. En el coro lucía una<br />

lámpara de plata; y de las capillas laterales, de las partes oscuras de la iglesia,<br />

salían a veces como exhalaciones de suspiros, con el sonido de una verja que<br />

volvía a cerrarse, repercutiendo su eco bajo las altas bóvedas.<br />

León, con paso grave, caminaba cerca de las paredes. Jamás la vida le<br />

había parecido tan buena. Ella iba a venir enseguida, encantadora, agitada,<br />

espiando detrás las miradas que le seguían, y con su vestido de volantes, sus<br />

impertinentes de oro, sus finísimos botines, con toda clase de elegancias de las<br />

que él no había gustado y en la inefable seducción de la virtud que sucumbe. La<br />

iglesia, como un camarín gigantesco, se preparaba para ella; las bóvedas se<br />

inclinaban para recoger en la sombra la confesión de su amor; las vidrieras<br />

resplandecían para iluminar su cara, y los incensarios iban a arder para que ella<br />

apareciese como un ángel entre el humo de los perfumes.<br />

Sin embargo, no aparecía. León se acomodó en una silla y sus ojos se<br />

fijaron en una vidriera azul donde se veían unos barqueros que llevaban<br />

canastas. Estuvo mirándola mucho tiempo atentamente, y contó las escamas de<br />

los pescados y los ojales de los jubones, mientras que su pensamiento andaba<br />

errante en busca de Emma.<br />

El guarda, un poco apartado, se indignaba interiormente contra ese<br />

individuo, que se permitía admirar solo la catedral. Le parecía que se<br />

comportaba de una manera monstruosa, que le robaba en cierto modo, y que<br />

casi cometía un sacrilegio.<br />

Pero un frufrú de seda sobre las losas, el borde de un sombrero, una<br />

esclavina negra… ¡Era ella! León se levantó y corrió a su encuentro.<br />

Emma estaba pálida, caminaba de prisa.<br />

—¡Lea! —le dijo tendiéndole un papel— … ¡Oh no!<br />

Y bruscamente retiró la mano, para entrar en la capilla de la Virgen donde,<br />

arrodillándose ante una silla, se puso a rezar. El joven se irritó por esta fantasía<br />

beata; después experimentó, sin embargo, un cierto encanto viéndola, en medio<br />

de la cita, así, absorta en las oraciones, como una marquesa andaluza; pero no<br />

tardó en aburrirse porque ella no acababa.<br />

Emma rezaba, o más bien se esforzaba por orar, esperando que bajara del<br />

cielo alguna súbita resolución; y para atraer el auxilio divino se llenaba los ojos<br />

con los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las julianas blancas<br />

abiertas en los grandes jarrones, y prestaba oído al silencio de la iglesia, que no<br />

hacía más que aumentar el tumulto de su corazón.<br />

Ya se levantaba y se iban a marchar cuando el guardia se acercó decidido,<br />

diciendo:

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