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Capítulo II<br />
Al llegar a la posada, <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> se extrañó de no ver la diligencia.<br />
Hivert, que la había esperado cincuenta y tres minutos, había terminado por<br />
marcharse.<br />
Sin embargo, nada la obligaba a marchar; pero había dado su palabra de<br />
regresar la misma noche. Además, Carlos la esperaba; y ella sentía en su corazón<br />
esa cobarde docilidad que es, para muchas mujeres, como el castigo y al mismo<br />
tiempo el tributo del adulterio.<br />
Rápidamente hizo el equipaje, pagó la factura, tomó en el patio un<br />
cabriolé, y dando prisa al cochero, animándolo, preguntando a cada instante la<br />
hora y los kilómetros recorridos, llegó a alcanzar a «La Golondrina» hacia las<br />
primeras casas de Quincampoix.<br />
Apenas sentada en su rincón, cerró los ojos y los volvió a abrir al pie de la<br />
cuesta, donde reconoció de lejos a Felicidad que estaba en primer plano delante<br />
de la casa del herrador. Hivert frenó los caballos, y la cocinera, alzándose hasta<br />
la ventanilla, dijo misteriosamente:<br />
—Señora, tiene que ir inmediatamente a casa del señor Homais. Es algo<br />
urgente.<br />
El pueblo estaba en silencio como de costumbre. En las esquinas de las<br />
calles había montoncitos de color rosa que humeaban al aire, pues era el tiempo<br />
de hacer las mermeladas, y todo el mundo en Yonville preparaba su provisión el<br />
mismo día. Pero delante de la botica se veía un montón mucho mayor, y que<br />
sobrepasaba a los demás con la superioridad que un laboratorio de farmacia<br />
debe tener sobre los hornillos familiares, una necesidad general sobre unos<br />
caprichos individuales.<br />
Entró. El gran sillón estaba caído, a incluso El Fanal de Rouen yacía en el<br />
suelo, extendido entre las dos manos del mortero. Empujó la puerta del pasillo,<br />
y en medio de la cocina, entre las tinajas oscuras llenas de grosellas<br />
desgranadas, de azúcar en terrones, balanzas sobre la mesa, barreños al fuego,<br />
vio a todos los Homais, grandes y pequeños, con delantales que les llegaban a la<br />
barbilla y con sendos tenedores en la mano. Justino, de pie, bajaba la cabeza,<br />
mientras el farmacéutico gritaba:<br />
—¿Quién te dijo que fueras a buscarlo a la leonera?<br />
—¿Qué es? ¿Qué pasa?<br />
—¿Que qué pasa? —respondió el boticario—. Estamos haciendo<br />
mermeladas: están cociendo; pero iban a salirse a causa del caldo demasiado<br />
fuerte y le pido otro barreño. Entonces él, por pereza, fue a coger la llave de la<br />
leonera, que estaba colgada en mi laboratorio.<br />
El boticario llamaba así a una especie de gabinete, en el desván, lleno de<br />
utensilios y mercancías de su profesión. Con frecuencia pasaba allí largas horas,<br />
solo, poniendo etiquetas, empaquetando, y lo consideraba no como simple<br />
almacén, sino como un verdadero santuario, de donde salían después,<br />
elaboradas por sus manos, toda clase de píldoras, bolos, tisanas, lociones y<br />
pociones, que iban a extender su celebridad por los alrededores. Nadie en el<br />
mundo ponía allí los pies; y él lo respetaba tanto, que lo barría él mismo. En fin,