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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Y añadía con un tono meditabundo:<br />

Perfume obtenido de la planta del mismo nombre.<br />

—¿Pero es una señora como la tuya?<br />

Felicidad se impacientaba viéndole dar vueltas a su alrededor. Ella tenía<br />

seis años más que él, y Teodoro, el criado del señor Guillaumin, empezaba a<br />

hacerle la corte.<br />

—¡Déjame en paz! —le decía apartando el tarro de almidón—. Vete a<br />

machacar almendras; siempre estás husmeando alrededor de las mujeres; para<br />

meterte en eso, aguarda a que te salga la barba, travieso chaval.<br />

—Vamos, no se enfade, voy a limpiarle sus botines.<br />

E inmediatamente alcanzaba sobre la chambrana los zapatos de Emma,<br />

todos llenos de barro, el barro de las citas que se deshacía en polvo entre sus<br />

dedos y que veía subir suavemente en un rayo de sol.<br />

—¡Qué miedo tienes de estropearlos! —decía la cocinera, que no se<br />

esmeraba tanto cuando los limpiaba ella misma, porque la señora, cuando la<br />

tela ya no estaba nueva, se los dejaba.<br />

Emma tenía muchos en su armario y los iba gastando poco a poco, sin que<br />

nunca Carlos se permitiese hacerle la menor observación.<br />

Así es que él pagó trescientos francos por una pierna de madera que Emma<br />

creyó oportuno regalar a Hipólito. La pata de palo estaba rellena de corcho, y<br />

tenía articulaciones de muelle, una mecánica complicada cubierta de un<br />

pantalón negro, y terminaba en una bota brillante. Pero Hipólito, no<br />

atreviéndose a usar todos los días una pierna tan bonita, suplicó a la señora<br />

<strong>Bovary</strong> que le procurase otra más cómoda. El médico, desde luego, volvió a<br />

pagar los gastos de esta adquisición.<br />

Así pues, el mozo de cuadra poco a poco volvió a su oficio. Se le veía como<br />

antes recorrer el pueblo, y cuando Carlos oía de lejos, sobre los adoquines, el<br />

ruido seco de su palo, tomaba rápidamente otro camino.<br />

Fue el señor Lheureux, el comerciante, quien se encargó del pedido; esto le<br />

dio ocasión de tratar a Emma. Hablaba con ella de las nuevas mercancías de<br />

París, de mil curiosidades femeninas, se mostraba muy complaciente, y nunca<br />

reclamaba dinero. Emma se entregaba a esa facilidad de satisfacer todos sus<br />

caprichos. Así, quiso adquirir, para regalársela a Rodolfo, una fusta muy bonita<br />

que había en Rouen en una tienda de paraguas.<br />

El señor Lheureux, a la semana siguiente, se la puso sobre la mesa.<br />

Pero al día siguiente se presentó en su casa con una factura de doscientos<br />

setenta francos sin contar los céntimos. Emma se vio muy apurada: todos los<br />

cajones del escritorio estaban vacíos, se debían más de quince días a<br />

Lestiboudis, dos trimestres a la criada, muchas otras cosas más, y <strong>Bovary</strong><br />

esperaba con impaciencia el envío del señor Derozerays, que tenía costumbre,<br />

cada año, de pagarle por San Pedro.<br />

Al principio Emma consiguió liberarse de Lheureux; por fin éste perdió la<br />

paciencia: le perseguían, todo el mundo le debía, y, si no recuperaba algo, se<br />

vería obligado a retirarle todas las mercancías que la señora tenía.<br />

—¡Bueno, lléveselas! —dijo Emma.<br />

—¡Oh!, ¡es de broma! —replicó él—. Sólo la fusta.

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