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Gustave Flaubert Madame Bovary

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A veces un golpe de viento llevaba las nubes hacia la costa de Santa Catalina,<br />

como olas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.<br />

Algo vertiginoso se desprendía para ella de estas existencias amontonadas,<br />

y su corazón se ensanchaba ampliamente como si las ciento veinte mil almas<br />

que palpitaban allí le hubiesen enviado todas a la vez el vapor de las pasiones<br />

que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y se llenaba de tumulto con<br />

los zumbidos vagos que subían. Ella lo volvía a derramar fuera, en las plazas, en<br />

los paseos, en las calles, y la vieja ciudad normanda aparecía ante sus ojos como<br />

una capital desmesurada, como una Babilonia en la que ella entraba. Se<br />

asomaba con las dos manos por la ventanilla, aspirando la brisa; los tres<br />

caballos galopaban, las piedras rechinaban en el barro, la diligencia se<br />

balanceaba, a Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en la carretera,<br />

mientras que los burgueses que habían pasado la noche en el bosque Guillaume<br />

bajaban la cuesta tranquilamente en su cochecito familiar.<br />

Se paraban en la barrera; Emma se desataba los chanclos, cambiaba de<br />

guantes, se ponía bien el chal, y veinte pasos más lejos se apeaba de «La<br />

Golondrina».<br />

La ciudad se despertaba entonces. Los dependientes, con gorro griego,<br />

frotaban el escaparate de las tiendas, y unas mujeres con cestos apoyados en la<br />

cadera lanzaban a intervalos un grito sonoro en las esquinas de las calles. Ella<br />

caminaba con los ojos fijos en el suelo, rozando las paredes y sonriendo de<br />

placer bajo su velo negro que le cubría la cara.<br />

Por miedo a que la vieran, no tomaba ordinariamente el camino más corto.<br />

Se metía por las calles oscuras y llegaba toda sudorosa hacia la parte baja de la<br />

calle Nationale, cerca de la fuente que hay allí. Es el barrio del teatro, de las<br />

tabernas y de las prostitutas. A menudo pasaba al lado de ella una carreta que<br />

llevaba algún decorado que se movía. Unos chicos con delantal echaban arena<br />

sobre las losas entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a tabaco y a ostras.<br />

Emma torcía por una calle, reconocía a León por su pelo rizado que se salía<br />

de su sombrero.<br />

León continuaba caminando por la acera. Ella le seguía hasta el hotel, él<br />

abría la puerta, entraba… ¡Qué apretón, qué abrazo!<br />

Después se precipitaban las palabras, los besos. Se contaban las penas de<br />

la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero ahora se<br />

olvidaba todo y se miraban frente a frente con risas de voluptuosidad y palabras<br />

de ternura.<br />

La cama era un gran lecho de caoba en forma de barquilla. Las cortinas de<br />

seda roja lisa, que bajaban del techo, se recogían muy abajo, hacia la cabecera<br />

que se ensanchaba; y nada en el mundo era tan bello como su cabeza morena y<br />

su piel blanca que se destacaban sobre aquel color púrpura, cuando con un gesto<br />

de pudor cerraba los brazos desnudos, tapándose la cara con las manos.<br />

El tibio aposento con su alfombra discreta, sus adornos juguetones y su luz<br />

tranquila parecía muy a propósito para las intimidades de la pasión. Las barras<br />

terminaban en punta de flecha, los alzapaños de cobre y las gruesas bolas de los<br />

morillos relucían de pronto cuando entraba el sol. Sobre la chimenea, entre los<br />

candelabros, había dos de esas grandes caracolas rosadas en las que se oye el<br />

ruido del mar cuando se las acerca al oído.

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