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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Capítulo IX<br />

Siempre hay detrás de la muerte de alguien como una estupefacción que se<br />

desprende, tan difícil es comprender esta llegada inesperada de la nada y<br />

resignarse a creerlo. Pero cuando se dio cuenta de su inmovilidad, Carlos se<br />

echó sobre ella gritando:<br />

—¡Adiós!, ¡adiós!<br />

Homais y Canivet le sacaron fuera de la habitación.<br />

—¡Tranquilícese!<br />

—Sí —decía debatiéndose, seré razonable, no haré daño. Pero déjenme.<br />

¡Quiero verla!, ¡es mi mujer!<br />

Y lloraba.<br />

—Llore —dijo el farmacéutico, dé rienda suelta a la naturaleza, eso le<br />

aliviará.<br />

Carlos, sintiéndose más débil que un niño, se dejó llevar abajo, a la sala, y<br />

el señor Homais pronto se volvió a su casa.<br />

En la plaza fue abordado por el ciego, quien habiendo llegado a Yonville<br />

con la esperanza de la pomada antiflogística, preguntaba a cada transeúnte<br />

dónde vivía el boticario.<br />

—¡Vamos, hombre!, ¡como si no tuviera otra cosa que hacer! Ten<br />

paciencia, vuelve más tarde.<br />

Y entró precipitadamente en la farmacia.<br />

Tenía que escribir dos cartas, preparar una poción calmante para <strong>Bovary</strong>,<br />

inventar una mentira que pudiese ocultar el envenenamiento y preparar un<br />

artículo para El Fanal, sin contar las personas que le esperaban para recibir<br />

noticias; y, cuando los yonvillenses escucharon el relato del arsénico que había<br />

tomado por azúcar, al hacer una crema de vainilla, Homais volvió de nuevo a<br />

casa de <strong>Bovary</strong>.<br />

Lo encontró solo (el señor Canivet acababa de marcharse), sentado en el<br />

sillón, cerca de la ventana y contemplando con una mirada idiota los adoquines<br />

de la calle.<br />

—Ahora —dijo el farmacéutico— usted mismo tendría que fijar la hora de<br />

la ceremonia.<br />

—¿Por qué?, ¿qué ceremonia?<br />

Después con voz balbuciente y asustada:<br />

—¡Oh!, no, ¿verdad?, no, quiero conservarla.<br />

Homais, para disimular, tomó una jarra del aparador para regar los<br />

geranios.<br />

—¡Ah!, gracias —dijo Carlos, ¡qué bueno es usted!<br />

Y no acabó su frase, abrumado por el aluvión de recuerdos que este gesto<br />

del farmacéutico le evocaba.

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