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aconsejaba un delito. Entonces tuvo miedo, y para evitar toda explicación, se<br />
golpeó la frente exclamando:<br />
—Morel debe volver esta noche, espero que no se me negará (era un amigo<br />
suyo, el hijo de un negociante muy rico), y te traeré eso —le dijo él.<br />
Emma no pareció acoger esta esperanza con tanta alegría como él se había<br />
imaginado. ¿Sospechaba el engaño? Él continuó enrojeciendo:<br />
—Sin embargo, si no he llegado a las tres, no me esperes, ¡querida! Tengo<br />
que irme, perdona, ¡adiós!<br />
Le apretó la mano, pero la notó totalmente inerte. Emma ya no tenía<br />
fuerza para ningún sentimiento.<br />
Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar a Yonville obedeciendo<br />
como una autómata al impulso de la costumbre.<br />
Hacía bueno; era uno de esos días del mes de marzo claros y crudos, en<br />
que luce el sol en un cielo completamente despejado. Los ruaneses<br />
endomingados se paseaban con aire feliz. Llegó a la plaza de la catedral. Salían<br />
de las vísperas; la muchedumbre salía por los tres pórticos, como un río por los<br />
tres arcos de un puente, y, en medio, más inmóvil que una roca, estaba el guarda<br />
de la iglesia.<br />
Entonces recordó aquel día en que, toda ansiosa y llena de esperanzas,<br />
había entrado en aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda<br />
que su amor; y siguió caminando, llorando bajo su velo, distraída, vacilante, a<br />
punto de desfallecer.<br />
—¡Cuidado! —gritó una voz desde la puerta de un coche que se abría.<br />
Emma se paró para dejar pasar un caballo negro, que piafaba entre los<br />
varales de un tílburi conducido por un caballero que llevaba un abrigo de marta<br />
cibelina. ¿Quién era?<br />
Ella lo conocía… El coche arrancó y desapareció.<br />
Pero si era él, ¡el vizconde! Emma se volvió: la calle estaba desierta. Y<br />
quedó tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caer.<br />
Después pensó que se había equivocado. De todos modos, no sabía nada de<br />
esto. Todo en sí misma y fuera de ella la abandonaba. Se sentía perdida,<br />
rodando al azar en abismos indefinibles; y al llegar a la «Croix Rouge» casi le<br />
dio alegría encontrar al bueno del señor Homais, que miraba cómo cargaban en<br />
«La Golondrina» una gran caja llena de productos farmacéuticos. En su mano<br />
sostenía, en un pañuelo, seis cheminota para su esposa.<br />
A la señora Homais le gustaban mucho estos panecillos pesados, en forma<br />
de turbante, que se comen en la Cuaresma con mantequilla salada: última<br />
muestra de los alimentos góticos que se remonta tal vez al siglo de las cruzadas y<br />
de los cuales se llenaban antaño los robustos normandos, creyendo ver sobre la<br />
mesa, a la luz de las antorchas amarillas, entre los jarros de hipocrás y los<br />
gigantescos embutidos, cabezas de sarracenos que devorar. La mujer del<br />
boticario los comía como ellos, heroicamente, a pesar de su detestable<br />
dentadura; por eso, todas las veces que el señor Homais hacía un viaje a la<br />
ciudad no se olvidaba de llevarle panecillos, que compraba siempre en la fábrica<br />
de la calle Massacre.<br />
—Encantado de verla —dijo tendiendo la mano a Emma para ayudarle a<br />
subir a «La Golondrina».