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Gustave Flaubert Madame Bovary

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aconsejaba un delito. Entonces tuvo miedo, y para evitar toda explicación, se<br />

golpeó la frente exclamando:<br />

—Morel debe volver esta noche, espero que no se me negará (era un amigo<br />

suyo, el hijo de un negociante muy rico), y te traeré eso —le dijo él.<br />

Emma no pareció acoger esta esperanza con tanta alegría como él se había<br />

imaginado. ¿Sospechaba el engaño? Él continuó enrojeciendo:<br />

—Sin embargo, si no he llegado a las tres, no me esperes, ¡querida! Tengo<br />

que irme, perdona, ¡adiós!<br />

Le apretó la mano, pero la notó totalmente inerte. Emma ya no tenía<br />

fuerza para ningún sentimiento.<br />

Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar a Yonville obedeciendo<br />

como una autómata al impulso de la costumbre.<br />

Hacía bueno; era uno de esos días del mes de marzo claros y crudos, en<br />

que luce el sol en un cielo completamente despejado. Los ruaneses<br />

endomingados se paseaban con aire feliz. Llegó a la plaza de la catedral. Salían<br />

de las vísperas; la muchedumbre salía por los tres pórticos, como un río por los<br />

tres arcos de un puente, y, en medio, más inmóvil que una roca, estaba el guarda<br />

de la iglesia.<br />

Entonces recordó aquel día en que, toda ansiosa y llena de esperanzas,<br />

había entrado en aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda<br />

que su amor; y siguió caminando, llorando bajo su velo, distraída, vacilante, a<br />

punto de desfallecer.<br />

—¡Cuidado! —gritó una voz desde la puerta de un coche que se abría.<br />

Emma se paró para dejar pasar un caballo negro, que piafaba entre los<br />

varales de un tílburi conducido por un caballero que llevaba un abrigo de marta<br />

cibelina. ¿Quién era?<br />

Ella lo conocía… El coche arrancó y desapareció.<br />

Pero si era él, ¡el vizconde! Emma se volvió: la calle estaba desierta. Y<br />

quedó tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caer.<br />

Después pensó que se había equivocado. De todos modos, no sabía nada de<br />

esto. Todo en sí misma y fuera de ella la abandonaba. Se sentía perdida,<br />

rodando al azar en abismos indefinibles; y al llegar a la «Croix Rouge» casi le<br />

dio alegría encontrar al bueno del señor Homais, que miraba cómo cargaban en<br />

«La Golondrina» una gran caja llena de productos farmacéuticos. En su mano<br />

sostenía, en un pañuelo, seis cheminota para su esposa.<br />

A la señora Homais le gustaban mucho estos panecillos pesados, en forma<br />

de turbante, que se comen en la Cuaresma con mantequilla salada: última<br />

muestra de los alimentos góticos que se remonta tal vez al siglo de las cruzadas y<br />

de los cuales se llenaban antaño los robustos normandos, creyendo ver sobre la<br />

mesa, a la luz de las antorchas amarillas, entre los jarros de hipocrás y los<br />

gigantescos embutidos, cabezas de sarracenos que devorar. La mujer del<br />

boticario los comía como ellos, heroicamente, a pesar de su detestable<br />

dentadura; por eso, todas las veces que el señor Homais hacía un viaje a la<br />

ciudad no se olvidaba de llevarle panecillos, que compraba siempre en la fábrica<br />

de la calle Massacre.<br />

—Encantado de verla —dijo tendiendo la mano a Emma para ayudarle a<br />

subir a «La Golondrina».

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