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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Todas las reminiscencias, todas las ideas que había en su cabeza se<br />

escapaban a la vez, de un solo impulso, como las mil piezas de un fuego de<br />

artificio. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, la habitación de los dos, allá<br />

lejos, un paisaje diferente. Era presa de un ataque de locura, tuvo miedo y llegó<br />

a serenarse, aunque hay que decir de una manera confusa, porque no recordaba<br />

la causa de su horrible estado, es decir, el problema del dinero. No sufría más<br />

que por su amor, y sentía que su alma la abandonaba por este recuerdo, como<br />

los heridos que agonizan sienten que la vida se les va por la herida que les<br />

sangra.<br />

Caía la noche, volaban las cornejas.<br />

Le pareció de pronto que unas bolitas color de fuego estallaban en el aire<br />

como balas fulminantes que se aplastaban, y giraban, giraban, para ir a<br />

derretirse en la nieve entre las ramas de los árboles. En medio de cada uno de<br />

ellas aparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron y se acercaban, la<br />

penetraban; todo desapareció. Reconoció las luces de las casas que brillaban de<br />

lejos en la niebla.<br />

Entonces su situación se le presentó de nuevo, como un abismo. Jadeaba<br />

hasta partirse el pecho. Después, en un arrebato de heroísmo que la volvía casi<br />

alegre, bajó la cuesta corriendo, atravesó la pasarela de las vacas, el sendero, la<br />

avenida, el mercado y llegó a la botica. No había nadie. Iba a entrar, pero al<br />

sonar la campanilla podía venir alguien, y deslizándose por la valla, reteniendo<br />

el aliento, tanteando las paredes, llegó hasta el umbral de la cocina, en la que<br />

ardía una vela colocada sobre el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba<br />

una bandeja.<br />

—¡Ah!, están cenando. Esperemos.<br />

Justino regresó. Ella golpeó el cristal. Él salió.<br />

—¡La llave!, la de arriba, donde están los…<br />

—¿Cómo?<br />

Y la miraba, todo asombrado por la palidez de su cara.<br />

—¡La quiero!, ¡dámela!<br />

Como el tabique era delgado, se oía el ruido de los tenedores contra los<br />

platos en el comedor.<br />

Decía que las necesitaba para matar las ratas que no le dejaban dormir.<br />

—Tendría que decírselo al señor.<br />

—¡No!, ¡quédate aquí!<br />

Después, con aire indiferente:<br />

—¡Bah!, no vale la pena, se lo diré luego. ¡Vamos, alúmbrame!<br />

Y entró en el pasillo adonde daba la puerta del laboratorio. Había en la<br />

pared una llave con la etiqueta Capharnaüm.<br />

—¡Justino! —gritó el boticario, que estaba impaciente.<br />

—¡Subamos!<br />

Y él la siguió.<br />

Giró la llave en la cerradura, y Emma fue directamente al tercer estante,<br />

hasta tal punto la guiaba bien su recuerdo, tomó el bote azul, le arrancó la tapa,

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