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dando resultado, pues no sabía ya a quién escuchar. En efecto, los aldeanos, que<br />
tenían calor, se disputaban aquellas sillas cuya paja olía a incienso, y se<br />
apoyaban contra sus gruesos respaldos, sucios de la cera de las velas, con una<br />
cierta veneración.<br />
<strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> volvió a tomar el brazo de Rodolfo; él continuó como<br />
hablándose a sí mismo:<br />
—¡Sí!, ¡tantas cosas me han faltado!, ¡siempre solo! ¡Ah!, si hubiese tenido<br />
una meta en la vida, si hubiese encontrado un afecto, si hubiese hallado a<br />
alguien… ¡Oh!, ¡cómo habría empleado toda la energía de que soy capaz, lo<br />
habría superado todo, roto todos los obstáculos!<br />
—Me parece, sin embargo —dijo Emma—, que no tiene de qué quejarse.<br />
—¡Ah!, ¿cree usted? —dijo Rodolfo.<br />
—Pues al fin y al cabo —replicó ella—, es usted libre.<br />
Emma vaciló:<br />
—Rico.<br />
—No se burle de mí —contestó él.<br />
Y ella le estaba jurando que no se burlaba, cuando sonó un cañonazo;<br />
inmediatamente la gente echó a correr en tropel hacia el pueblo. Era una falsa<br />
alarma. El señor no acababa de llegar y los miembros del jurado se encontraban<br />
muy apurados sin saber si había que comenzar la sesión o bien seguir<br />
esperando.<br />
Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de alquiler, tirado por<br />
dos caballos flacos, a los que daba latigazos con todas sus fuerzas un cochero<br />
con sombrero blanco. Binet sólo tuvo tiempo para gritar: «A formar», y el<br />
coronel lo imitó. Corrieron hacia los pabellones. Se precipitaron. Algunos<br />
incluso olvidaron el cuello. Pero el séquito del prefecto pareció darse cuenta de<br />
aquel apuro, y los dos rocines emparejados, contoneándose sobre la cadeneta<br />
del bocado, llegaron a trote corto ante el peristilo del ayuntamiento justo en el<br />
momento en que la guardia nacional y los bomberos se desplegaban al redoble<br />
del tambor, y marcando el paso.<br />
—¡Paso! —gritó Binet.<br />
—¡Alto! —gritó el coronel—, ¡alineación izquierda!<br />
Y después de un «presenten armas» en que se oyó el ruido de las<br />
abrazaderas, semejante al de un caldero de cobre que rueda por las escaleras,<br />
todos los fusiles volvieron a su posición.<br />
Entonces se vio bajar de la carroza a un señor vestido de chaqué con<br />
bordado de plata, calvo por delante, con tupé en el occipucio, de tez pálida y<br />
aspecto bonachón. Sus dos ojos, muy abultados y cubiertos de gruesos<br />
párpados, se entornaban para contemplar la multitud, al mismo tiempo que<br />
levantaba su nariz puntiaguda y hacía sonreír su boca hundida. Reconoció al<br />
alcalde por la banda, y le comunicó que el señor prefecto no había podido venir.<br />
El era consejero de la prefectura, luego añadió algunas excusas. Tuvache<br />
contestó con cortesías, el otro se mostró confuso y así permanecieron frente a<br />
frente, con sus cabezas casi tocándose, rodeados por los miembros del jurado en<br />
pleno, el consejo municipal, los notables, la guardia nacional y el público. El<br />
señor consejero, apoyando contra su pecho su pequeño tricornio negro,<br />
reiteraba sus saludos, mientras que Tuvache, inclinado como un arco, sonreía