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Gustave Flaubert Madame Bovary

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dando resultado, pues no sabía ya a quién escuchar. En efecto, los aldeanos, que<br />

tenían calor, se disputaban aquellas sillas cuya paja olía a incienso, y se<br />

apoyaban contra sus gruesos respaldos, sucios de la cera de las velas, con una<br />

cierta veneración.<br />

<strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> volvió a tomar el brazo de Rodolfo; él continuó como<br />

hablándose a sí mismo:<br />

—¡Sí!, ¡tantas cosas me han faltado!, ¡siempre solo! ¡Ah!, si hubiese tenido<br />

una meta en la vida, si hubiese encontrado un afecto, si hubiese hallado a<br />

alguien… ¡Oh!, ¡cómo habría empleado toda la energía de que soy capaz, lo<br />

habría superado todo, roto todos los obstáculos!<br />

—Me parece, sin embargo —dijo Emma—, que no tiene de qué quejarse.<br />

—¡Ah!, ¿cree usted? —dijo Rodolfo.<br />

—Pues al fin y al cabo —replicó ella—, es usted libre.<br />

Emma vaciló:<br />

—Rico.<br />

—No se burle de mí —contestó él.<br />

Y ella le estaba jurando que no se burlaba, cuando sonó un cañonazo;<br />

inmediatamente la gente echó a correr en tropel hacia el pueblo. Era una falsa<br />

alarma. El señor no acababa de llegar y los miembros del jurado se encontraban<br />

muy apurados sin saber si había que comenzar la sesión o bien seguir<br />

esperando.<br />

Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de alquiler, tirado por<br />

dos caballos flacos, a los que daba latigazos con todas sus fuerzas un cochero<br />

con sombrero blanco. Binet sólo tuvo tiempo para gritar: «A formar», y el<br />

coronel lo imitó. Corrieron hacia los pabellones. Se precipitaron. Algunos<br />

incluso olvidaron el cuello. Pero el séquito del prefecto pareció darse cuenta de<br />

aquel apuro, y los dos rocines emparejados, contoneándose sobre la cadeneta<br />

del bocado, llegaron a trote corto ante el peristilo del ayuntamiento justo en el<br />

momento en que la guardia nacional y los bomberos se desplegaban al redoble<br />

del tambor, y marcando el paso.<br />

—¡Paso! —gritó Binet.<br />

—¡Alto! —gritó el coronel—, ¡alineación izquierda!<br />

Y después de un «presenten armas» en que se oyó el ruido de las<br />

abrazaderas, semejante al de un caldero de cobre que rueda por las escaleras,<br />

todos los fusiles volvieron a su posición.<br />

Entonces se vio bajar de la carroza a un señor vestido de chaqué con<br />

bordado de plata, calvo por delante, con tupé en el occipucio, de tez pálida y<br />

aspecto bonachón. Sus dos ojos, muy abultados y cubiertos de gruesos<br />

párpados, se entornaban para contemplar la multitud, al mismo tiempo que<br />

levantaba su nariz puntiaguda y hacía sonreír su boca hundida. Reconoció al<br />

alcalde por la banda, y le comunicó que el señor prefecto no había podido venir.<br />

El era consejero de la prefectura, luego añadió algunas excusas. Tuvache<br />

contestó con cortesías, el otro se mostró confuso y así permanecieron frente a<br />

frente, con sus cabezas casi tocándose, rodeados por los miembros del jurado en<br />

pleno, el consejo municipal, los notables, la guardia nacional y el público. El<br />

señor consejero, apoyando contra su pecho su pequeño tricornio negro,<br />

reiteraba sus saludos, mientras que Tuvache, inclinado como un arco, sonreía

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