Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
punta de la banqueta, conducía con los dos brazos separados, y el pequeño<br />
caballo trotaba levantando las dos patas del mismo lado entre los varales que<br />
estaban demasiado separados para él. Las riendas flojas batían sobre su grupa<br />
empapándose de sudor, y la caja atada detrás del coche golpeaba<br />
acompasadamente la carrocería.<br />
Estaban en los altos de Thibourville, cuando de pronto los pasaron unos<br />
hombres a caballo riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer<br />
al vizconde; se volvió y no percibió en el horizonte más que el movimiento de<br />
cabezas que bajaban y subían, según la desigual cadencia del trote o del galope.<br />
Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse para arreglar con una<br />
cuerda la correa de la retranca que se había roto. Pero Carlos, echando una<br />
última ojeada al arnés, vio algo caído entre las piernas de su caballo; y recogió<br />
una cigarrera toda bordada de seda verde y con un escudo en medio como la<br />
portezuela de una carroza.<br />
—Hasta hay dos cigarros dentro —dijo—; serán para esta noche, después<br />
de cenar. ¿Así que tú fumas? —le preguntó ella.<br />
—A veces, cuando hay ocasión.<br />
Cuando llegaron a casa la cena no estaba preparada. La señora se enfadó.<br />
Anastasia contestó insolentemente.<br />
—¡Márchese! —dijo Emma.<br />
—Esto es una burla, queda despedida.<br />
De cena había sopa de cebolla, con un trozo de ternera con acederas.<br />
Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire feliz:<br />
—¡Qué bien se está en casa!<br />
Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a aquella pobre chica. En otro<br />
tiempo le había hecho compañía durante muchas noches, en los ocios de su<br />
viudedad. Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.<br />
—¿La has despedido de veras?<br />
—Sí. ¿Quién me lo impide? —contestó Emma.<br />
Después se calentaron en la cocina mientras les preparaba su habitación.<br />
Carlos se puso a fumar. Fumaba adelantando los labios, escupiendo a cada<br />
minuto, echándose atrás a cada bocanada.<br />
—Te va a hacer daño —le dijo ella desdeñosamente.<br />
Dejó su cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de agua fría.<br />
Emma, cogiendo la petaca, la arrojó vivamente en el fondo del armario.<br />
¡Qué largo se hizo el día siguiente! Emma se paseó por su huertecillo, yendo y<br />
viniendo por los mismos paseos, parándose ante los arriates, ante la espaldera,<br />
ante el cura de alabastro, contemplando embobada todas estas cosas de antaño<br />
que conocía tan bien. ¡Qué lejos le parecía el baile! ¿Y quién alejaba tanto la<br />
mañana de anteayer de la noche de hoy? Su viaje a la Vaubyessard había abierto<br />
una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola<br />
noche excava a veces en las montañas. Sin embargo, se resignó; colocó<br />
cuidadosamente en la cómoda su hermoso traje y hasta sus zapatos de raso,<br />
cuya suela se había vuelto amarilla al contacto con la cera resbaladiza del suelo.<br />
Su corazón era como ellos; al roce con la riqueza, se le había pegado encima algo<br />
que ya no se borraría. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma.