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—Sí.<br />
Cuando quitaron el mantel, <strong>Bovary</strong> no se levantó, Emma tampoco; y a<br />
medida que ella lo miraba, la monotonía de aquel espectáculo desterraba poco a<br />
poco de su corazón todo sentimiento de compasión. Carlos le parecía endeble,<br />
flaco, nulo, en fin un pobre hombre en todos los aspectos. ¿Cómo deshacerse de<br />
él? ¡Qué interminable noche! Algo la dejaba estupefacta como si un vapor de<br />
opio la abotargara.<br />
Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un palo sobre las tablas. Era<br />
Hipólito que traía el equipaje de la señora. Para descargarlo, describió<br />
penosamente un cuarto de círculo con su pierna de madera.<br />
—¡Ya ni siquiera piensa! —se decía ella mirando al pobre diablo de cuya<br />
roja pelambrera chorreaba el sudor.<br />
<strong>Bovary</strong> buscaba un ochavo en el fondo de su bolsa sin parecer comprender<br />
todo lo que había para él de humillación sólo con la presencia de este hombre<br />
que permanecía allí, como el reproche personificado de su incurable ineptitud.<br />
—¡Vaya!, ¡qué bonito ramillete tienes! —dijo al ver en la chimenea las<br />
violetas de León.<br />
—Sí —dijo Emma con indiferencia—; se lo he comprado hace un rato a una<br />
mendiga.<br />
Carlos cogió las violetas, y refrescando en ellas sus ojos completamente<br />
enrojecidos de tanto llorar las olía delicadamente. Ella se las quitó bruscamente<br />
de la mano y fue a ponerlas en un vaso de agua.<br />
Al día siguiente la señora <strong>Bovary</strong> madre, ella y su hijo lloraron mucho.<br />
Emma, con el pretexto de que tenía que dar órdenes, desapareció.<br />
Pasado ese día, tuvieron que tratar juntos de los problemas del luto. Se<br />
fueron a sentar, con los cestillos de la labor, a orilla del agua, bajo el cenador.<br />
Carlos pensaba en su padre, y se extrañaba de sentir tanto afecto por este<br />
hombre a quien hasta entonces había creído no querer sino medianamente. La<br />
viuda pensaba en su marido. Los peores días de antaño le parecían ahora<br />
envidiables. Todo se borraba bajo la instintiva añoranza de una tan larga<br />
convivencia; y de vez en cuando, mientras empujaba la aguja, una gruesa<br />
lágrima se deslizaba por su nariz y se mantenía suspendida un momento. Emma<br />
pensaba que hacía apenas cuarenta y ocho horas estaban juntos, lejos del<br />
mundo, completamente ebrios, no teniendo bastantes ojos para contemplarse.<br />
Trataba de volver a captar los más imperceptibles detalles de aquella jornada<br />
desaparecida. Pero la presencia de la suegra y del marido la molestaba. Habría<br />
querido no oír nada, no ver nada, a fin de no perturbar la intimidad de su amor<br />
que se iba perdiendo, por más que ella hiciera, bajo las sensaciones exteriores.<br />
Estaba descosiendo el forro de un vestido, cuyos retales se esparcían a su<br />
alrededor; la señora <strong>Bovary</strong> madre, sin levantar los ojos, hacía crujir sus tijeras,<br />
y Carlos, con sus zapatillas de orillo y su vieja levita oscura que le servía de bata<br />
de casa, permanecía con las dos manos en los bolsillos y tampoco hablaba; al<br />
lado de ellos, Berta, con delantal blanco, rastrillaba con su pala la arena de los<br />
paseos.<br />
De pronto vieron entrar por la barrera al señor Lheureux, el comerciante<br />
de telas.