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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—Sí.<br />

Cuando quitaron el mantel, <strong>Bovary</strong> no se levantó, Emma tampoco; y a<br />

medida que ella lo miraba, la monotonía de aquel espectáculo desterraba poco a<br />

poco de su corazón todo sentimiento de compasión. Carlos le parecía endeble,<br />

flaco, nulo, en fin un pobre hombre en todos los aspectos. ¿Cómo deshacerse de<br />

él? ¡Qué interminable noche! Algo la dejaba estupefacta como si un vapor de<br />

opio la abotargara.<br />

Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un palo sobre las tablas. Era<br />

Hipólito que traía el equipaje de la señora. Para descargarlo, describió<br />

penosamente un cuarto de círculo con su pierna de madera.<br />

—¡Ya ni siquiera piensa! —se decía ella mirando al pobre diablo de cuya<br />

roja pelambrera chorreaba el sudor.<br />

<strong>Bovary</strong> buscaba un ochavo en el fondo de su bolsa sin parecer comprender<br />

todo lo que había para él de humillación sólo con la presencia de este hombre<br />

que permanecía allí, como el reproche personificado de su incurable ineptitud.<br />

—¡Vaya!, ¡qué bonito ramillete tienes! —dijo al ver en la chimenea las<br />

violetas de León.<br />

—Sí —dijo Emma con indiferencia—; se lo he comprado hace un rato a una<br />

mendiga.<br />

Carlos cogió las violetas, y refrescando en ellas sus ojos completamente<br />

enrojecidos de tanto llorar las olía delicadamente. Ella se las quitó bruscamente<br />

de la mano y fue a ponerlas en un vaso de agua.<br />

Al día siguiente la señora <strong>Bovary</strong> madre, ella y su hijo lloraron mucho.<br />

Emma, con el pretexto de que tenía que dar órdenes, desapareció.<br />

Pasado ese día, tuvieron que tratar juntos de los problemas del luto. Se<br />

fueron a sentar, con los cestillos de la labor, a orilla del agua, bajo el cenador.<br />

Carlos pensaba en su padre, y se extrañaba de sentir tanto afecto por este<br />

hombre a quien hasta entonces había creído no querer sino medianamente. La<br />

viuda pensaba en su marido. Los peores días de antaño le parecían ahora<br />

envidiables. Todo se borraba bajo la instintiva añoranza de una tan larga<br />

convivencia; y de vez en cuando, mientras empujaba la aguja, una gruesa<br />

lágrima se deslizaba por su nariz y se mantenía suspendida un momento. Emma<br />

pensaba que hacía apenas cuarenta y ocho horas estaban juntos, lejos del<br />

mundo, completamente ebrios, no teniendo bastantes ojos para contemplarse.<br />

Trataba de volver a captar los más imperceptibles detalles de aquella jornada<br />

desaparecida. Pero la presencia de la suegra y del marido la molestaba. Habría<br />

querido no oír nada, no ver nada, a fin de no perturbar la intimidad de su amor<br />

que se iba perdiendo, por más que ella hiciera, bajo las sensaciones exteriores.<br />

Estaba descosiendo el forro de un vestido, cuyos retales se esparcían a su<br />

alrededor; la señora <strong>Bovary</strong> madre, sin levantar los ojos, hacía crujir sus tijeras,<br />

y Carlos, con sus zapatillas de orillo y su vieja levita oscura que le servía de bata<br />

de casa, permanecía con las dos manos en los bolsillos y tampoco hablaba; al<br />

lado de ellos, Berta, con delantal blanco, rastrillaba con su pala la arena de los<br />

paseos.<br />

De pronto vieron entrar por la barrera al señor Lheureux, el comerciante<br />

de telas.

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