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lámparas, en brazos del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir… y<br />
entretanto seguía sintiendo la cabeza de Rodolfo al lado de ella. La dulzura de<br />
esa sensación penetraba así sus deseos de antaño, y como granos de arena bajo<br />
ráfaga de viento, se arremolinaban en la bocanada sutil del perfume que se<br />
derramaba sobre su alma. Abrió las aletas de la nariz varias veces, fuertemente,<br />
para aspirar la frescura de las hiedras alrededor de los capiteles. Se quitó los<br />
guantes, se secó las manos, después, con su pañuelo, se abanicaba la cara,<br />
mientras que a través del latido de sus sienes oía el rumor de la muchedumbre y<br />
la voz del consejero, que salmodiaba sus frases.<br />
Decía:<br />
«¡Continuad!, ¡perseverad!, ¡no escuchéis ni las sugerencias de la rutina ni<br />
los consejos demasiado apresurados de un empirismo temerario! ¡Aplicaos<br />
sobre todo a la mejora del suelo, a los buenos abonos, al desarrollo de las razas<br />
caballar, bovina, ovina y porcina! ¡Que estos comicios sean para vosotros como<br />
lides pacíficas en donde el vencedor, al salir de aquí, tenderá la mano al vencido<br />
y fraternizará con él, en la esperanza de una victoria mejor! ¡Y vosotros,<br />
venerables servidores!, humildes criados, cuyos penosos trabajos ningún<br />
gobierno había reconocido hasta hoy, venid a recibir la recompensa de vuestras<br />
virtudes silenciosas, y tened la convicción de que el Estado, en lo sucesivo, tiene<br />
los ojos puestos en vosotros, que os alienta, que os protege, que hará justicia a<br />
vuestras justas reclamaciones y aliviará en cuanto de él dependa la carga de<br />
vuestros penosos sacrificios».<br />
El señor Lieuvain se volvió a sentar; el señor Derozerays se levantó y<br />
comenzó otro discurso. El suyo quizás no fue tan florido como el del consejero;<br />
pero se destacaba por su estilo más positivo, es decir, por conocimientos más<br />
especializados y consideraciones más elevadas. Así, el elogio al gobierno era<br />
mucho más corto; por el contrario, hablaba más de la religión y de la<br />
agricultura. Se ponía de relieve la relación de una y otra, y cómo habían<br />
colaborado siempre a la civilización. Rodolfo hablaba con <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> de<br />
sueños, de presentimientos, de magnetismo. Remontándose al origen de las<br />
sociedades, el orador describía aquellos tiempos duros en que los hombres se<br />
alimentaban de bellotas en el fondo de los bosques, después abandonaron las<br />
pieles de animales, se cubrieron con telas, labraron la tierra, plantaron la viña.<br />
¿Era esto un bien, y no habría en este descubrimiento más inconvenientes que<br />
ventajas? El señor Derozerays se planteaba este problema. Del magnetismo,<br />
poco a poco, Rodolfo pasó a las afinidades, y mientras que el señor presidente<br />
citaba a Cincinato con su arado, a Diocleciano plantando coles, y a los<br />
emperadores de la China inaugurando el año con siembras, el joven explicaba a<br />
Emma que estas atracciones irresistibles tenían su origen en alguna existencia<br />
anterior.<br />
—Por ejemplo, nosotros —decía él—, ¿por qué nos hemos conocido?, ¿qué<br />
azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, sin duda, como dos ríos que<br />
corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado<br />
el uno hacia el otro.<br />
Y le cogió la mano. Ella no la retiró.<br />
«¡Conjunto de buenos cultivos!» —exclamó el presidente.<br />
—Hace poco, por ejemplo, cuando fui a su casa… «Al señor Bizet, de<br />
Quincampoix».<br />
—¿Sabía que os acompañaría?