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Gustave Flaubert Madame Bovary

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metió en él la mano, y, retirándola llena de un polvo blanco, se puso a comer allí<br />

con la misma mano.<br />

—¡Quieta! —exclamó él echándose encima de ella.<br />

—¡Cállate!, pueden venir.<br />

Él se desesperaba, quería llamar.<br />

—¡No digas nada de esto, le echarían la culpa a tu amo!<br />

Después se volvió, súbitamente apaciguada, y casi con la serenidad de un<br />

deber cumplido.<br />

Cuando Carlos, trastornado por la noticia del embargo, entró en casa,<br />

Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde<br />

podía estar? Mandó a Felicidad a casa de Homais, a casa de Tuvache, a la de<br />

Lheureux, al «Lion d'Or», a todos los sitios; y, en las intermitencias de su<br />

angustia, veía su consideración aniquilada, su fortuna perdida, el porvenir de<br />

Berta roto. ¿Por qué causa?…, ¡ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde.<br />

Por fin, no pudiendo aguantar más, a imaginando que ella había salido para<br />

Rouen, fue por la carretera principal, anduvo media legua, no encontró a nadie,<br />

aguardó un rato y regresó.<br />

Emma había vuelto.<br />

Se sentó ante su escritorio y escribió una carta que cerró despacio,<br />

añadiendo la fecha del día y la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:<br />

—La leerás mañana; hasta entonces, te lo ruego, no me hagas ni una sola<br />

pregunta:<br />

—Pero…<br />

—¡Oh, déjame!<br />

Y se acostó a todo lo largo de su cama.<br />

Un sabor acre que sentía en su boca la despertó. Entrevió a Carlos y volvió<br />

a cerrar los ojos.<br />

La espiaba curiosamente para comprobar si no sufría. Pero ¡no!, nada<br />

todavía. Oía el tic tac del péndulo, el ruido del fuego, y a Carlos que respiraba al<br />

lado de su cama.<br />

«¡Ah, es bien poca cosa, la muerte! —pensaba ella; voy a dormirme y todo<br />

habrá terminado».<br />

Bebió un trago de agua y se volvió de cara a la pared.<br />

Aquel horrible sabor a tinta continuaba.<br />

—¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed —suspiró.<br />

—¿Pues qué tienes? —dijo Carlos, que le ofrecía un vaso.<br />

—¡No es nada!… Abre la ventana… ¡me ahogo!<br />

Y le sobrevino una náusea tan repentina, que apenas tuvo tiempo de coger<br />

su pañuelo bajo la almohada.<br />

—¡Recógelo! —dijo rápidamente—; ¡tíralo!<br />

Carlos la interrogó; ella no contestó nada. Se mantenía inmóvil por miedo<br />

a que la menor emoción la hiciese vomitar.<br />

Entretanto, sentía un frío de hielo que le subía de los pies al corazón.<br />

—¡Ah!, ¡ya comienza esto! —murmuró ella.

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