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cielo claro estaba salpicado de nubes rosadas; la luz azulada de las velas<br />
reflejaba sobre las chozas cubiertas de lirios; Carlos, al pasar, reconocía los<br />
corrales. Se acordaba de mañanas como ésta, en que, después de haber visitado<br />
a un enfermo, salía de la casa y volvía hacia Emma.<br />
El paño negro, sembrado de lentejuelas blancas, se levantaba de vez en<br />
cuando descubriendo el féretro. Los portadores, cansados, acortaban el paso, y<br />
el féretro avanzaba en continuas sacudidas, cabeceando como una chalupa a<br />
merced de las olas.<br />
Llegaron al cementerio.<br />
Los portadores siguieron hasta el fondo, a un lugar en el césped donde<br />
estaba cavada la fosa.<br />
Formaron círculo en torno a ella; y mientras que el sacerdote hablaba, la<br />
tierra roja, echada sobre los bordes, corría por las esquinas, sin ruido,<br />
continuamente.<br />
Después, una vez dispuestas las cuatro cuerdas, empujaron el féretro<br />
encima.<br />
Él la vio bajar, bajar lentamente.<br />
Por fin se oyó un choque, las cuerdas volvieron a subir chirriando.<br />
Entonces el señor Bournisien tomó la pala que le ofrecía Lestiboudis; con su<br />
mano izquierda echó con fuerza una gran paletada de tierra, mientras que con la<br />
derecha asperjía la sepultura; y la madera del ataúd, golpeada por los guijarros,<br />
hizo ese ruido formidable que nos parece ser el de la resonancia de la eternidad.<br />
El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era el señor Homais. Lo sacudió<br />
gravemente, y se lo pasó a su vez a Carlos, quien se hundió hasta las rodillas en<br />
tierra, y la echaba a puñados mientras exclamaba: «Adiós». Le enviaba besos; se<br />
arrastraba hacia la fosa para sepultarse con ella.<br />
Se lo llevaron; y no tardó en apaciguarse, experimentando quizás, como<br />
todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.<br />
El tío Rouault, al volver, se puso tranquilamente a fumar una pipa, lo cual<br />
Homais, en su fuero interno, juzgó poco adecuado. Observó igualmente que el<br />
señor Binet se había abstenido de aparecer, que Tuvache se «había largado»<br />
después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul,<br />
«como si no se pudiera encontrar un traje negro, ya que es la costumbre, ¡qué<br />
diablo!». Y para comunicar sus observaciones, iba de corro en corro. Todos<br />
lamentaban la muerte de Emma, y sobre todo Lheureux, que no había faltado al<br />
entierro.<br />
—¡Pobre señora!, ¡qué dolor para su marido!<br />
El boticario decía:<br />
—Sepan ustedes que, si no fuera por mí, podría haber atentado contra su<br />
propia vida.<br />
—¡Una persona tan buena! ¡Y decir que todavía la vi el sábado pasado en<br />
mi tienda!<br />
—No he tenido tiempo —dijo Homais— de preparar unas palabras que<br />
hubiera pronunciado sobre su tumba.<br />
De regreso, en casa, Carlos se cambió de ropa, y el tío Rouault volvió a<br />
ponerse la blusa azul. Estaba nueva, y como durante el viaje se había secado