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Gustave Flaubert Madame Bovary

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El cura se maravillaba de todas estas disposiciones, aunque la religión de<br />

Emma, creía él, pudiese, a fuerza de fervor, acabar por rozar la herejía a incluso<br />

la extravagancia. Pero, no estando muy versado en estas materias, tan pronto<br />

como sobrepasaron cierta medida, escribió al señor Boulard, librero de<br />

Monseñor, para que le enviase algo muy selecto para una persona del sexo<br />

femenino, de mucho talento. El librero, con la misma indiferencia que si hubiera<br />

enviado quincalla a negros, le embaló un batiburrillo de todo lo que de libros<br />

piadosos circulaba en el mercado. Eran pequeños manuales con preguntas y<br />

respuestas, panfletos de un tono arrogante en el estilo del de Maistre 48 , especie<br />

de novelas, encuadernadas en cartoné rosa, y de estilo dulzón, escritas por<br />

seminaristas trovadores o por pedantes arrepentidos. Había allí el Piense bien<br />

en esto; El hombre mundano a los pies de María, por el señor de…, condecorado<br />

por varias Ordenes; Errores de Voltaire, para uso de los jóvenes, etc.<br />

Pero <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> no tenía todavía la mente bastante lúcida para<br />

dedicarse seriamente a cosa alguna; por otra parte, emprendió estas lecturas<br />

con demasiada precipitación. Se irritó contra las prescripciones del culto; la<br />

arrogancia de los escritos polémicos le desagradó por su obstinación en<br />

perseguir a gente que ella no conocía; y los cuentos profanos con mensaje<br />

religioso le parecieron escritos con tal ignorancia del mundo, que la apartaron<br />

insensiblemente de las verdades cuya prueba esperaba. Sin embargo, persistió y,<br />

cuando el libro le caía de las manos, se sentía presa de la más fina melancolía<br />

católica que un alma etérea pudiese concebir.<br />

En cuanto al recuerdo de Rodolfo, lo había sepultado en el fondo de su<br />

corazón; y allí permanecía, más solemne y más inmóvil que una momia real en<br />

un subterráneo. De aquel gran amor embalsamado se escapaba un aroma que,<br />

atravesándolo todo, perfumaba de ternura la atmósfera inmaculada en que<br />

quería vivir. Cuando se arrodillaba en su reclinatorio gótico, dirigía al Señor las<br />

mismas palabras de dulzura que antaño murmuraba a su amante en los<br />

desahogos del adulterio. Era para hacer venir la fe; peso ningún deleite bajaba<br />

de los cielos, y se levantaba con los miembros cansados, con el vago sentimiento<br />

de un inmenso engaño. Esta búsqueda, pensaba ella, no era sino un mérito más;<br />

y en el orgullo de su devoción, Emma se comparaba a esas grandes señoras de<br />

antaño, cuya gloria había soñado en un retrato de la Vallière 49 , y que,<br />

arrastrando con tanta majestad la recargada cola de sus largos vestidos, se<br />

retiraban a las soledades para derramar a los pies de Cristo todas las lágrimas de<br />

su corazón herido por la existencia.<br />

Entonces, se entregó a caridades excesivas. Cosía trajes para los pobres;<br />

enviaba leña a las mujeres de parto; y Carlos, un día al volver a casa, encontró<br />

en la cocina a tres golfillos sentados a la mesa tomándose una sopa. Mandó que<br />

le trajeran a casa a su hijita, a la que su marido, durante su enfermedad, había<br />

enviado de nuevo a casa de la nodriza. Quiso enseñarle a leer; por más que Berta<br />

lloraba, ella no se irritaba. Había adoptado una actitud de resignación, una<br />

indulgencia universal. Su lenguaje, a propósito de todo, estaba lleno de<br />

expresiones ideales. Le decía a su niña:<br />

48 Joseph de Maistre (1754-1821), católico, monárquico, autor de Soirées de Saint-<br />

Pétersbourg, ardiente defensor de un mundo nuevo en el que las legítimas conquistas sociales<br />

estén al servicio de una unidad espiritual viva, representada por la Iglesia católica.<br />

49 La Vallière, favorita de Luis XIV, nacida en Tours (1644-1719). Terminó sus días en las<br />

Carmelitas.

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