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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—¿Se te ha pasado el cólico, ángel mío?<br />

La señora <strong>Bovary</strong> madre no encontraba nada que censurar, salvo quizás<br />

aquella manía de calcetar prendas para los huérfanos en vez de remendar sus<br />

trapos. Pero abrumada por las querellas domésticas, la buena mujer se<br />

encontraba a gusto en aquella casa tranquila, a incluso se quedó allí hasta<br />

después de Pascua, a fin de evitar los sarcasmos de <strong>Bovary</strong> padre, que no dejaba<br />

nunca de encargar un embutido el día de Viernes Santo.<br />

Además de la compañía de su suegra, que la fortalecía un poco por su<br />

rectitud de juicio y sus maneras graves, Emma tenía casi todos los días otras<br />

compañías. Eran la señora Langlois, la señora Caron, la señora Dubreuil, la<br />

señora Tuvache y, regularmente, de dos a cinco, a la excelente señora Homais,<br />

que nunca había querido creer en ninguno de los chismes que contaban de su<br />

vecina.<br />

También iban a verla los pequeños Homais; los acompañaba Justino.<br />

Subía con ellos a la habitación y permanecía de pie cerca de la puerta, inmóvil,<br />

sin hablar. A menudo, incluso, <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>, sin preocuparse de su<br />

presencia, empezaba a arreglarse. Comenzaba por quitarse su peineta<br />

sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco; cuando Justino vio por<br />

primera vez aquella cabellera suelta, que le llegaba hasta las corvas,<br />

desplegando sus negros rizos, fue para él, pobre infeliz, como la entrada súbita<br />

en algo extraordinario y nuevo cuyo esplendor le asustó.<br />

Emma, sin duda, no se daba cuenta de aquellas complacencias silenciosas<br />

ni de sus timideces. No sospechaba que el amor, desaparecido de su vida,<br />

palpitaba allí, cerca de ella, bajo aquella camisa de tela burda, en aquel corazón<br />

de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza. Por lo demás, ahora<br />

rodeaba todo de tal indiferencia, tenía palabras tan afectuosas y miradas tan<br />

altivas, modales tan diversos, que ya no se distinguía el egoísmo de la caridad, ni<br />

la corrupción de la virtud. Una tarde, por ejemplo, se irritó con su criada, que<br />

deseaba salir y balbuceaba buscando un pretexto:<br />

—¿Tú le quieres? —le dijo.<br />

Y sin esperar la respuesta de Felicidad, que se ponía colorada, añadió con<br />

un tono triste:<br />

—¡Vamos, corre!, ¡diviértete!<br />

Al comienzo de la primavera hizo cambiar totalmente la huerta de un<br />

extremo a otro, a pesar de las observaciones de <strong>Bovary</strong>; él se alegró, sin<br />

embargo, de verla, por fin, manifestar un deseo, cualquiera que fuese. A medida<br />

que se restablecía, manifestó otros. Primeramente buscó la manera de expulsar<br />

a la tía Rolet, la nodriza, que había tomado la costumbre durante su<br />

convalecencia de venir con demasiada frecuencia a la cocina con sus dos niños<br />

de pecho y su huésped con más hambre que un caníbal. Después se deshizo de la<br />

familia Homais, despidió sucesivamente a las demás visitas a incluso frecuentó<br />

la iglesia con menos asiduidad, con gran aplauso del boticario que le dijo<br />

entonces amistosamente:<br />

—Se estaba usted haciendo un poco beata.<br />

El señor Bournisien, como antaño, aparecía todos los días al salir del<br />

catecismo. Prefería quedarse fuera a tomar el aire en medio de la enramada, así<br />

llamaba a la glorieta. Era la hora en que volvía Carlos. Tenían calor, traían sidra<br />

dulce y bebían juntos por el total restablecimiento de la señora.

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