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Capítulo IV<br />
Enseguida León empezó a adoptar un aire de superioridad ante sus<br />
camaradas, prescindió de su compañía, y descuidó por completo los legajos.<br />
Esperaba las cartas de Emma; las releía. Le contestaba. La evocaba con<br />
toda la fuerza de su deseo y de sus recuerdos. En vez de disminuir con la<br />
ausencia, aquel deseo de volver a verla se acrecentó de tal modo que un sábado<br />
por la mañana se escapó de su despacho.<br />
Cuando desde lo alto de la cuesta divisó en el valle el campanario de la<br />
iglesia con su bandera de hojalata que giraba al viento, sintió ese deleite mezcla<br />
de vanidad triunfante y de enternecimiento egoísta que deben de experimentar<br />
los millonarios cuando vuelven a visitar su pueblo.<br />
Fue a rondar alrededor de su casa. En la cocina brillaba una luz. Espió su<br />
sombra detrás de las cortinas. No apareció nada.<br />
La tía Lefrançois al verle hizo grandes exclamaciones, y lo encontró «alto y<br />
delgado», mientras que Artemisa, por el contrario, lo encontró «más fuerte y<br />
más moreno».<br />
Cenó, como en otro tiempo, en la salita, pero solo, sin el recaudador; pues<br />
Binet, «cansado» de esperar «La Golondrina», había decidido cenar una hora<br />
antes, y ahora cenaba a las cinco en punto, y aún decía que la vieja carraca se<br />
retrasaba.<br />
Sin embargo, León se decidió; fue a llamar a casa del médico. La señora<br />
estaba en su habitación, de donde no bajó hasta un cuarto de hora después. El<br />
señor pareció encantado de volver a verle; pero no se movió de casa en toda la<br />
noche ni en todo el día siguiente.<br />
León la vio a solas, muy tarde, por la noche, detrás de la huerta, en la<br />
callejuela; ¡en la callejuela, como con el otro! Había tormenta y conversaban<br />
bajo un paraguas a la luz de los relámpagos.<br />
La separación se les hacía insoportable.<br />
—¡Antes morir! —decía Emma.<br />
Y se retorcía en sus brazos bañada en lágrimas.<br />
—¡Adiós!…, ¡adiós!… ¿Cuándo lo volveré a ver?<br />
Volvieron sobre sus pasos para besarse otra vez; y entonces Emma le hizo<br />
la promesa de encontrar muy pronto, como fuese, la ocasión permanente para<br />
verse en libertad, al menos una vez por semana. Emma no lo dudaba. Estaba,<br />
además, llena de esperanza. Iba a recibir dinero.<br />
Y así compró para su habitación un par de cortinas amarillas de rayas<br />
anchas que el señor Lheureux le había ofrecido baratas; pensó en una alfombra,<br />
y Lheureux, diciendo que «aquello no era pedir la luna», se comprometió<br />
amablemente a proporcionarle una. Emma no podía prescindir de sus servicios.<br />
Mandaba a buscarle veinte veces al día, y él se presentaba en el acto con sus<br />
artículos sin rechistar una palabra. No acertaba a comprender por qué la tía<br />
Rolet almorzaba todos los días en casa de Emma, a incluso le hacía visitas<br />
particulares.