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Gustave Flaubert Madame Bovary

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Capítulo XI<br />

Homais había leído recientemente el elogio de un nuevo método para<br />

curar a los patizambos; y, como era partidario del progreso, concibió esta idea<br />

patriótica de que Yonville, para «ponerse a nivel», debía hacer operaciones de<br />

estrefopodia.<br />

—Porque —le decía a Emma— ¿qué se arriesga? Fíjese bien —y enumeraba<br />

con los dedos las ventajas de la tentativa; éxito casi seguro, alivio y<br />

embellecimiento del enfermo, inmediato renombre para el operador. Por qué su<br />

marido, por ejemplo, no intenta aliviar a ese pobre Hipólito del «Lion d'Or».<br />

Tenga en cuenta que él contaría su curación a todos los viajeros, y además<br />

(Homais bajaba la voz y miraba a su alrededor), ¿quién me impediría enviar al<br />

periódico una notita al respecto? ¡Dios mío! ¡Como se propague la noticia!, se<br />

hable del caso…, ¡acaba por hacer bola de nieve! ¿Y quién sabe?<br />

En efecto, <strong>Bovary</strong> podía triunfar; nadie le decía a Emma que su marido no<br />

fuese hábil, y qué satisfacción para ella haberlo comprometido en una empresa<br />

de la que su fama y su fortuna saldrían acrecentadas. Ella no pedía otra cosa que<br />

apoyarse en algo más sólido que el amor.<br />

Carlos, solicitado por el boticario y por ella, se dejó convencer. Pidió a<br />

Rouen el volumen del doctor Duval, y todas las noches, con la cabeza entre las<br />

manos, se sumía en aquella lectura.<br />

Mientras que estudiaba los equinos, los varus, los valgus, es decir la<br />

estrefocatopodia, la estrefendopodia, la estrefexopodia y la estrefanopodia (o,<br />

para hablar claro, las diferentes desviaciones del pie, ya por debajo, por dentro o<br />

por fuera) con la estrefipopodia y la estrefanopodia (dicho de otro modo, torsión<br />

por encima y enderezamiento hacia arriba), el señor Homais, con toda clase de<br />

razonamientos, animaba al mozo de la posada a operarse.<br />

—Apenas sentirás, si acaso, un ligero dolor; es un simple pinchazo como<br />

una pequeña sangría, menos que la extirpación de algunos callos.<br />

Hipólito, reflexionando, hacía un gesto de estupidez.<br />

—Por lo demás —continuaba el farmacéutico—, ¿a mí qué me importa?, ¡es<br />

por ti!, ¡por pura humanidad! Quisiera verte, amigo mío, liberado de tu horrible<br />

cojera, con ese balanceo de la región lumbar, que, por mucho que digas, tiene<br />

que perjudicarte considerablemente en el ejercicio de tu oficio.<br />

Entonces, Homais le hacía ver cómo se encontraría después mejor mozo, y<br />

más ligero de piernas, a incluso llegó a darle a entender que se encontraría<br />

mejor para gustar a las mujeres, y el mozo de cuadra empezaba a reír<br />

torpemente. Después le atacaba por el lado de la vanidad:<br />

—No eres un hombre, ¡pardiez! ¿Qué pasaría si hubieras tenido que hacer<br />

el servicio, combatir por la patria…? ¡Ah, Hipólito!<br />

Y Homais se alejaba, diciendo que no entendía aquella tozudez, aquella<br />

ceguera en rechazar los beneficios de la ciencia.<br />

El infeliz cedió, pues aquello fue como una conjuración; Binet, que jamás<br />

se mezclaba en los asuntos ajenos, la señora Lefrançois, Artemisa, los vecinos, y<br />

hasta el alcalde, señor Tuvache, todo el mundo le aconsejó, le sermoneó, le<br />

avergonzó; pero lo que acabó por decidirle, «es que eso no le costaría nada».

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